No hay forma de que el Estado intervenga sin que desate procesos hipertróficos que alimenten ulteriores intervenciones de modo incesante, para resolver los problemas que las intervenciones precedentes generaron, o por la propia lógica expansiva del poder.
Un caso interesante es el tráfico, en el que los ciudadanos han padecido recortes crecientes de su libertad. Leí hace algún tiempo que el Consejo de Estado había pedido a la DGT que reconsiderase el proyecto de Reglamento de Circulación, en particular por un punto que fue calificado de “polémico”: imponer límites de velocidad a los peatones, y obligarles a pasar un control de alcoholemia y drogas si cometen alguna infracción.
Dirá usted: estamos todos locos. Pero no lo estamos, sino que atravesamos etapas complejas de pérdida de derechos y libertades, porque el poder no es perfecto, y entonces debe sondear a sus súbditos para ponderar cómo reaccionan: si ve que no hay posibilidad de violar sus derechos en un determinado grado, se limitará a esperar y a seguir con la propaganda. Con el tiempo, algún grado de esa violación terminará siendo impuesto y aceptado: ¿o no es acaso todo por nuestro bien?
La reacción del Consejo de Estado, más que aliviarnos, debería alarmarnos, porque haya debido explicar semejante atropello, y porque además uno de sus argumentos para no modificar las normas es que “la ciudadanía no lo ha demandado”, como si la demanda ciudadana fuera la única clave a la hora de recortar derechos, sin limitación alguna; como si su libertad no fuera suya, señora, sino de los demás.
(Artículo publicado en La Razón.)