Tituló el dominical de El País: “Arena, el nuevo oro del planeta”. Pero el reportaje de Carmen Gómez-Cotta con fotos de Sim Chi Yin explicaba que lo que sucede con la arena es una catástrofe: “El rápido crecimiento urbano del planeta ha convertido este material humilde en un bien escaso. Su sobreexplotación tiene efectos ambientales devastadores”. Pensamiento único: el crecimiento es malo, crea escasez, anima el exceso, y acaba con el medio ambiente. Conclusión: la intervención pública resulta imprescindible.
Se trata de seleccionar un problema, olvidándose de sus posibles causas, y proyectarlo hacia un futuro terrible, ignorando sus posibles soluciones. Colaboran los organismos internacionales, siempre interesados en crear la alarma.
Gracias a Dios, sin embargo, no solo las catástrofes sistemáticamente anunciadas no se han producido, sino que el mismo reportaje sugiere por qué.
Hay “ladrones de arena, que de noche se acercan a las costas para robarla y venderla en el mercado negro”. ¿A quién se “roba”? Como las playas suelen ser públicas, no existen los incentivos que tenemos los propietarios privados a cuidar lo nuestro. Y si hay mercado negro, brota de la regulación. Dice el texto: “La escasa regulación en muchos países alienta la presencia de redes mafiosas”. Esto no puede ser, porque la mafia no deriva de la ausencia de regulación sino de su presencia, como el mismo reportaje aclara después hablando del contrabando: no puede haber contrabando si hay libre comercio.
La arena es un recurso natural, creado por los ríos que llegan al mar; pero es renovable y es abundantísimo. Su “escasez” no puede ser natural. Es cierto que la demanda supera a la oferta, sobre todo en países grandes, muy poblados y en fuerte crecimiento, como China. Pero la cuestión es: si sube la demanda ¿por qué no lo hace la oferta?
El reportaje lo revela: la legislación “limitó la extracción de materiales rocosos naturales en los tramos finales de los cauces de los ríos y prohibió taxativamente la extracción de arena para la construcción”. Asombrosamente, no concluye que igual hay una relación entre la intervención y el mal. En vez de hacerlo, desbarra diciendo que “el mercado manda”, como si no lo hicieran las autoridades. Y el mensaje es que la intervención pública es la fuente de la solución, como si no fuera la causa del problema.