Parafraseando el viejo cartel del Metro, antes de entrar a criticar la reforma fiscal del Gobierno conviene dejar salir dos prejuicios.
El primer prejuicio, de carácter general, es que lo que hace el Gobierno siempre está claramente mal para la mayoría del pueblo. Esto nunca es así en las sociedades democráticas, porque los electores cambiarían a ese Ejecutivo puramente perverso en cuanto pudieran. Los Gobiernos, por tanto, hacen parte de las cosas bien, y parte mal, y además van cambiando sus medidas a lo largo del tiempo en respuesta a la reacción de sus votantes. El análisis correcto, por tanto, es centrarse en aquellas medidas que, promoviendo el bienestar de los gobernantes, hacen lo propio con el de sus súbditos.
El segundo prejuicio, que atañe ya concretamente a la reforma fiscal cuyo anteproyecto conocimos ayer, estriba en creer que el Gobierno no ha hecho lo suficiente para bajar los impuestos. Sostener que los impuestos pueden bajar considerablemente a corto plazo significa recaer en variantes del primer prejuicio, a saber, que los políticos viven completamente fuera de la realidad social.
Liberados de estos prejuicios, reconoceremos, de entrada, que el Gobierno quiere bajar los impuestos. No sólo no quiere subirlos más, sino que ahora los quiere bajar. Esto sin duda conviene también a los ciudadanos. Pero, además, reconoceremos que el Gobierno quiere bajar los impuestos todo lo que pueda, considerando las tremendas restricciones que padece la Hacienda Pública, y de las cuales, en una parte importante, somos en el fondo responsables los propios ciudadanos.
En efecto, no son sólo los políticos y los grupos de presión los que cantan las loas del gasto público: también son los ciudadanos, que en su mayoría lo apoyan. Quizá no aplaudan siempre y en todos los casos su aumento, pero seguramente castigarían su disminución apreciable, que es la única forma en que los impuestos podrían bajar sustancialmente y al mismo tiempo los gobernantes no perder el poder. Mientras ello no suceda, los impuestos nunca bajarán mucho, con lo que es absurdo esperar que algún Gobierno no suicida lo proponga o implemente.
En esas condiciones, la presión fiscal podrá bajar un poco, que es lo que pretende el Gobierno y cabe saludarlo por ello. Asimismo, y precisamente por la restricción recaudatoria que acabamos de mencionar, es esperable la dialéctica de bajada de tipos y supresión o recorte de deducciones, que, como sucede con las de los planes de pensiones en el IRPF, podrá hacer difícil a los contribuyentes de rentas medias y altas ponderar con precisión el impacto pleno de la reforma hasta la declaración del 2015.
(Artículo publicado en La Razón.)