Comunicarse es una gran cosa, pero Esopo ya observó en el siglo VI a.C. que la lengua podía servir para decir la verdad y también para mentir. Desde entonces, la tecnología no ha hecho más que multiplicar las posibilidades de los seres humanos para hacer las dos cosas.
Hoy las fake news nos abruman, porque no parece haber límite a la capacidad de engañar, distorsionar, difamar e injuriar. Sin embargo, si echamos la vista atrás veremos que algo parecido se experimentó en Europa cuando apareció la imprenta moderna en el siglo XV. Cierto es que Johannes Gutenberg imprimió la Biblia, pero la gente no tardó mucho en comprender que los tipos móviles servirían para reproducir la palabra de Dios y también cualquier basura.
Nuestra época, por tanto, representa un paso más, un paso gigantesco, si se quiere, pero que sigue planteando problemas similares a los que planteó la imprenta hace medio milenio, a saber: cómo proteger a las personas ante los daños que pueden ocasionar los aspectos nocivos del progreso, dando por sentado que esa protección no puede ni debe equivaler a liquidar dicho progreso, cuyos aspectos positivos son incuestionables y generalmente muy superiores a los negativos.
Así, no cabe caer en el adanismo, porque este problema fue abordado desde muy temprano por el Derecho, y al respecto podemos traer a colación a Adam Smith. En sus Lecciones de Jurisprudencia, el sabio escocés abordó la cuestión de la protección ante las difamaciones, distinguiendo sus formas: “Las injurias escritas son castigadas más severamente que las verbales, al brotar de una malicia más deliberada”. Smith observó que la gente en las sociedades libres no prestaba mucha atención a los libelos, “salvo que resulte absolutamente imprescindible hacerlo para defenderse ante algún delito”. Digamos, no aconsejaba invitar a las autoridades a que legislen de manera rápida y profusa sobre cualquier noticia o rumor, y no creo que nos recomendase cambiar los buenos hábitos del periodismo serio.
En un artículo reciente publicado en el Wall Street Journal, el premio Nobel de Economía, Vernon Smith, resumió la lección de su homónimo del siglo XVIII: hay que procurar minimizar el daño, pero al mismo tiempo maximizar la libertad”. Esto último es olvidado a menudo hoy, porque nos apresuramos a pedir más intervención y más regulación, sin comprender la antigua advertencia liberal, que se centra en el control de las acciones que producen daños concretos a personas concretas, mucho más que en los beneficios utópicos que nos promete la acción colectiva de la política.
(Publicado en la revista Informadores, Nº 67, septiembre 2019.)