Triste envidia

El socialismo no es solo envidia, por supuesto, pero no hay socialismo sin envidia. De ahí el interés político que para los amigos de la libertad tiene este pecado capital, el más odioso y menos confesable. Conviene sacarlo a la luz para denunciar el déficit ético de los antiliberales de todos los partidos.

Gracias a mis amigos, Aldara Fernández de Córdova y Rafael Atienza, he podido leer a la filósofa Elena Pulcini y su La envidia. Pasión triste, Machado Libros.

La exposición de la cuestión es acertada, distinguiendo la envidia de los celos; la primera es más peligrosa que los segundos, porque éstos son privados, mientras que la envidia es además “una pasión social que tiene un poder difuso e invasivo, capaz de incidir profundamente en el ámbito público, en la economía y en la política, en el tejido cultural, antropológico y moral de la sociedad”. La envidia, como el resentimiento, son pasiones relacionales. Tiene difícil encaje en la competencia abierta y leal, que a su vez involucra “la capacidad, por parte de los sujetos implicados, de reconocer y respetar la grandeza misma y hasta la superioridad del adversario”.

Reconoce los problemas de la democracia, que ya intuyó Tocqueville al bosquejar un mundo sin jerarquía sociales, donde al hombre “todo le parece posible, todo le parece finalmente legítimo y alcanzable” merced al cambio social. Pero si todos somos iguales, ¿por qué mi vecina tiene más que yo? Es la pasión por la igualdad, una patología que tiene su origen en la envidia.

De pronto, sin que se sepa muy bien por qué, Pulcini saluda a Marx y despotrica contra el capitalismo, la globalización y las desigualdades: “simpatizamos con las luchas del movimiento obrero y socialista”. Rechaza “los excesos de la violencia”, pero no “el espíritu revolucionario”, como si no estuvieran vinculados.

Desfigura el liberalismo como el mercado sin reglas, insolidario y anarquizante. Asegura que estamos en un mundo de “individualismo ilimitado” con una pobreza radical. Es arduo argumentar desde estos dislates, y entonces Pulcini recurre al clásico pasteleo rawlsiano: “una sociedad será menos envidiosa en la medida en que sea capaz de garantizar los derechos y una distribución equitativa de los recursos”. Pero ella misma ha dicho antes que la envidia explota entre los iguales. Aconseja un “irreductible apego a nuestra individualidad”, precisamente la que es socavada por el socialismo, incluso en las versiones vegetarianas que han adormecido el pensamiento desde Mill hasta Appelbaum.

El asunto es complicado, y aún más si pretendemos mantener a raya a la envidia –véase: “Social State and Anti-Social Envy”, aquí: https://bit.ly/3ZXrko5. El problema de soplar y sorber, característico de la socialdemocracia hegemónica, es que la solución que plantea en realidad propicia el problema.