Hemos denunciado ya en este rincón de EXPANSIÓN, a propósito del Ensayo sobre la perfección de Sergio Ricossa, que los enemigos de la libertad aman el poder y desconfían del pueblo, de su libertad y sus instituciones, precisamente porque las consideran imperfectas, indignas ante sus magnos proyectos igualitarios que prometen un paraíso sin perdedores. El resultado práctico de sus utopías siempre es alguna variante de la servidumbre ante la política, en la que todos perdemos, al quedar sometidos a la voluntad general interpretada por una élite que, pretendiendo encarnar el progreso, es profundamente reaccionaria. Esa posición explica que los socialistas de todos los partidos hostiguen sistemáticamente a los empresarios.
Desde el comunismo hasta el fascismo, las diversas variantes del antiliberalismo presumen de igualitarismo, pero recelan de la igualdad compatible con la libertad, la igualdad ante la ley, que desde el siglo XV refleja la consigna para que los comerciantes de todas las tierras y lenguas puedan negociar en la Bolsa de Amberes: Ad usum mercatorum cujusque gentis ac linguae.
Esta apertura material y espiritual es, desde siempre, motivo de sospecha en economía, pero no en otros ámbitos, como la cultura: “Puede parecer extraño que tanto Marx como Keynes no hayan percibido cuán próxima estaba la creatividad empresarial a la artística, que ellos apreciaban. Pero como legado de la cultura señorial, les quedaba la convicción perfectista de que la actividad económica era un mal con el que acabar, y que sin la necesidad económica el individuo sería aún más libre para crear”.
Ricossa, en línea con Hayek, señala que el perfectismo socialista choca con la imperfección, el desequilibrio y la incertidumbre paradigmáticos del mundo empresarial, el mundo compatible sin embargo con una sociedad libre en donde son comunes las reglas, no los objetivos. El antiliberalismo, perfectista desde Platón, quiere que manden los mejores, mientras que el imperfectismo liberal se pregunta “cómo organizar nuestras instituciones políticas para que no las dañen demasiado los gobernantes incompetentes o malvados”.
Presentándose, hablando de Platón, como apóstol de una política que absorbe y protagoniza la moral, los socialistas aplauden la expansión de la coacción contra las empresas, por mor de una “justicia social” que condena la libertad económica, mientras que los imperfectistas contienen la política basándose, precisamente, en la moral.
El socialismo de todo color respalda su antiliberalismo antiempresarial en la certeza científica. En cambio, apunta Ricossa: “La incertidumbre remite a los imperfectistas a la libertad: es preciso poder intentar caminos diversos, cuando nadie sabe demostrar de antemano a dónde conducirán y cuál sea preferible”.
Por eso la libertad va de la mano de los empresarios con su incierta creación de riqueza, y su incesante innovación que desequilibra la economía “para un futuro completamente indeterminado”.