La caída del Muro de Berlín alegró a los liberales, con razón: representaba el final del mayor experimento socialista acometido en la Tierra, cuyos resultados sólo pueden ser calificados de catastróficos. El “socialismo a lo grande”, como fue descrito en 1994 por James Buchanan, quedó atrás, gracias a Dios, y nadie parece reivindicarlo con el entusiasmo con el que tantos pensadores y artistas lo jalearon durante tanto tiempo. Ahora bien, si el aplauso de los liberales no era solo negativo, de rechazo al comunismo, sino también positivo, es decir, de esperanza en el establecimiento de un orden liberal, entonces la cosa cambia, porque el socialismo a lo grande no ha sido reemplazado por la libertad sino por el socialismo a lo (relativamente) pequeño.
Hoy hay más democracias constitucionales que nunca, pero los Estados son onerosos e intrusivos. ¿Qué ha sucedido? Las constituciones del liberalismo clásico aspiraron claramente a limitar la autoridad. Es decir, su objetivo primordial no era conseguir que el Estado funcionase mejor, ni que interviniese más activamente de modo directo para lograr el bien común. Sin embargo, lo que iba a suceder fue, apunta Buchanan, “la aceptación generalizada de la falacia que identificó el surgimiento de la democracia electoral con una menor necesidad de restricciones constitucionales explícitas sobre el rango y extensión de la actividad estatal”.
Poco a poco se fueron perdiendo las trabas que el liberalismo clásico imponía al Estado a la hora de determinar precios, producción y distribución. Este proceso no fue sólo encabezado por los comunistas, es decir, por los partidarios del socialismo a lo grande, sino también por los socialistas o reformistas, que Buchanan llama idealistas políticos. Y así las constituciones acabaron reflejando, y con el tiempo cada vez más, “la imagen romántica del Estado benevolente, de hecho, o en potencia”.
Al ser esto así, el socialismo de todos los partidos sigue gozando de buena salud, incluso tras la caída del Muro, porque su falacia fundamental cuenta con numerosos creyentes —es la idea de que el control político de la economía genera satisfactoriamente los suficientes bienes y servicios que la gente valora.
Estoy recordando a un Buchanan que reflexionaba así hace un cuarto de siglo: “La retorica de la lucha de clases es ahora utilizada para generar apoyo para una ampliación de un sector público ya muy grande, y el escepticismo provisional de los años 1980 sobre la eficacia de los esfuerzos regulatorios parece hacer sido reemplazados por una reversión a las panaceas del ultimo medio siglo”.
¿Triunfará, pues, el socialismo a lo (¡relativamente!) pequeño tras el fracaso del socialismo a lo grande? No lo sabemos, claro. Sólo queda confiar en que las ideas que prevalecieron sobre el segundo hagan lo propio sobre el primero.