Dirá usted: Sábato no apoyó siempre a Videla. Tiempo después, ante la evidencia de los crímenes de los militares, los condenó. Ah, estupendo. Problema: a Borges le sucedió más o menos lo mismo. Él también fue consciente tarde de tales atrocidades, pero cuando Borges murió nadie dijo que era un escritor “comprometido”. Caramba, ¿qué está pasando aquí?
Pues aquí están pasando tres cosas.
Lo primero que pasa es que Sábato, que aplaudió la llegada de la democracia y aceptó presidir por pedido de Alfonsín la Comisión de los Desaparecidos, emitió un célebre informe el que se estimaba en 8.000 el número de víctimas, varias veces por debajo de la cantidad que la izquierda considera probado e incuestionable. De ahí que las madres de la Plaza de Mayo, las amigas de la ETA y de Bin Laden, hayan denunciado a Sábato como “tolerante” con la dictadura. O sea que Sábato entró en el Walhalla progre, pero no del todo.
Lo segundo que pasa, y que explica que Sábato no sea una figura impecable para todo el progresismo, es que, precisamente, no es como la señora de Bonafini o tantos otros izquierdistas: él rechazó al cabo el terrorismo de Estado pero también, y desde el principio, el terrorismo que supuestamente luchó contra “las injusticias”, es decir, el terrorismo peronista e izquierdista que sembró de muertos la Argentina anterior al golpe militar y que sirvió de justificación principal a dicho golpe y a la ulterior dictadura.
Y lo tercero que pasa es ese almuerzo, que sólo se entiende cuando se habla de lo que nadie habla, porque el progresismo, supuestamente ávido de memoria, procura que nadie lo recuerde: los crímenes de ese otro y anterior terrorismo. Al parecer, nunca existieron. Como tituló su libro Juan B. Yofre: Nadie fue (Buenos Aires, 2006). Pero sí, alguien fue. Por eso hizo bien el diario El País al recordar las acertadas palabras de Sábato en 1978: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba que las Fuerzas Armadas tomaran el poder”.