Mientras esperamos con interés, como siempre, el discurso de Su Majestad el Rey, podemos evocar la máxima latina, «el rey nunca muere», que adopta otras formas análogas –«el rey ha muerto, viva el rey»–, y que condensa la importancia de la continuidad sucesoria. Los españoles contemporáneos hemos vivido un caso delicado que fue resuelto de forma no traumática, con el paso de Juan Carlos I a Felipe VI. En otros lugares y momentos la sucesión desencadenó graves conflictos.
Gracias a mi amigo, Rafael Atienza, he podido leer un estudio que aborda la cuestión con destreza: Andrej Kokkonen, Jørgen Møller y Anders Sundell, The Politics of Succession. Forging Stable Monarchies in Europe, AD 1000-1800, Oxford University Press.
Su tesis es que la adopción del principio de la primogenitura estabilizó los sistemas políticos, promovió el papel de los parlamentos y constituyó algo disruptivo, «hecho posible en Europa por una constelación particular de factores sociales, incluyendo unas débiles estructuras estatales y una Iglesia independiente».
La idea de la mayor estabilidad por la sucesión del primogénito ha sido reconocida por una larga tradición de pensadores, y en economía la han apuntado desde Adam Smith hasta Gordon Tullock. Como las guerras de sucesión cuestionan esta idea, la incógnita a dilucidar es si la estabilidad resulta mayor bajo la primogenitura que en sistemas alternativos. A esto se dedica el libro, que revisa los casos de más de 700 dirigentes en 27 monarquías europeas entre el año 1000 y el 1800.
Los autores defienden que «la introducción de la primogenitura, junto con la posibilidad de la sucesión femenina, están detrás de la impresionante formación de Estados en Europa después del año 1.000», y subrayan que esa noción, a la que estamos tan acostumbrados, «fue originalmente revolucionaria, y por esa razón históricamente poco frecuente».
Tiene interés su análisis del papel de la Iglesia, que impulsó la familia nuclear y el matrimonio monógamo sin divorcio. La fortaleza del papado y la relativa debilidad de los estados europeos, en comparación con las etapas anteriores al año 1000, marca la diferencia con el Imperio Bizantino, sin un clero independiente del poder laico.
La Iglesia facilitó la consolidación de las reglas para la sucesión legítima, estrechó el número de pretendientes, y redujo conflictos y guerras civiles, lo que explica el éxito de las monarquías europeas en comparación con las de otras latitudes, «con la importante excepción de la China Imperial bajo las dinastías nativas, probablemente el sistema político más estable que registra la historia de la humanidad». Y allí la sucesión ha vuelto a representar un problema cuando el poder en China pasó de las dinastías imperiales al Partido Comunista.