En un trabajo reciente, el historiador argentino Carlos Newland subraya la propensión de los gobernantes argentinos a aumentar el gasto público, que explotó con el populismo kirchnerista: “El gasto público consolidado pasó del 32,6 % del PIB en 2007 al 47,1 % en 2015. Este salto se generó debido a un incremento gigantesco de la cantidad de jubilados y pensionados (alrededor de 3 millones adicionales) y empleados públicos (más de un millón adicionales), y por subsidios a la energía y de tipo social”.
La fiesta empezó a estropearse con la caída de la soja a partir de 2012. La recaudación (recuérdense las importantes retenciones a las exportaciones) se derrumbó pero el gasto se mantuvo, con lo que el déficit fue creciente.
La llegada de Mauricio Macri comportó un mantenimiento del gasto, y del déficit: “la baja de subsidios energéticos aplicada por el Gobierno sería compensada por un aumento del peso de los intereses de la creciente deuda pública”. Macri bajó algunos impuestos, como parte de las retenciones a las exportaciones, y la amnistía de inversiones no declaradas en el exterior proporcionó más ingresos en 2017. Pero al no contenerse el gasto público, prosiguió la emisión monetaria para financiarlo de modo indirecto, explica el profesor Carlos Newland: “El Tesoro emite bonos externos, cuyos ingresos de divisas son adquiridos (emisión mediante) por el Banco Central. A su vez este emite bonos (LEBAC) para neutralizar (parte) del impacto del aumento monetario”.
Lo que siguió es conocido: la estrategia de utilizar el tipo de cambio como herramienta antiinflacionaria genera tensiones que desembocan en un estallido, que vimos este año, y que el Gobierno de Macri intentó solventar mediante el FMI, con los consabidos planes de ajuste que no reducen de verdad el gasto y sí aumentan de verdad los impuestos. Estar por ver si esto funcionará.
Cabría plantear que la propensión a aumentar el gasto cuando la economía va bien y a mantenerlo cuando va mal no es algo característicamente argentino, sino una propensión muy generalizada. Nuestras autoridades en España, de izquierdas y de derechas, han hecho lo mismo en las últimas décadas.
Sospecho que puede haber un matiz porque la propensión al gasto público no es sólo de los políticos sino de las personas, y en la Argentina es muy antigua. La detectó Ortega en el primer cuarto del siglo XX cuando dijo que “los argentinos tenían incorporada en su cultura la idea de un Estado grande…no vivían conectados con su contexto y realidad, sino más bien proyectados en un futuro idealizado e ilusorio”. Esa propensión alimenta el populismo, cuyo intervencionismo bloquea el crecimiento económico, frustra una y otra vez ese futuro idealizado, y anima una y otra vez a los gobernantes a buscar atajos para conquistar o preservar el poder manteniendo viva esa ilusión.