El miedo a la tecnología es antiguo y perdurable. Desde los luditas hace dos siglos hasta el pánico a los robots en nuestro tiempo, una y otra vez los melancólicos han pronosticado el fin del empleo. Los economistas, por suerte, han rebatido esos sombríos pronósticos, empezando por David Ricardo en la tercera edición de sus Principios, en 1821.
El empleo no solo no se ha acabado, sino que cada vez hay más: la tasa de ocupación aumentó durante el último siglo. Como dice David H. Autor, profesor del M.I.T.: “aunque la tasa de paro fluctúa cíclicamente, no hay ningún incremento visible del paro a largo plazo” (“Why Are There Still So Many Jobs? The History and Future of Workplace Automation”). La tecnología no es hostil a la mano de obra: la complementa. El profesor Autor subraya que “incluso los analistas expertos tienden a sobreestimar el grado de sustitución de trabajo humano por máquinas, y a ignorar las fuertes complementariedades entre la automatización y el trabajo que incrementan la productividad, suben los ingresos y expanden la demanda de trabajo”.
Nada de esto significa que vivamos en el paraíso, porque la tecnología cambia el tipo de trabajo disponible y su retribución, lo que requiere flexibilidad ante vaivenes que pueden ser notables: hace un siglo más del 40 % de la población de Estados Unidos trabajaba en la agricultura: hoy la cifra es del 2 %. En tiempos recientes ha aumentado mucho la remuneración de los trabajadores más pobres y de los más ricos, pero no de los que están en el medio.
La tecnología suele acabar con los empleos más rutinarios, y por supuesto con los que requieren mucha fuerza física —esto ha sido fundamental para la igualdad entre mujeres y hombres en el mundo laboral. Al mismo tiempo, expande el número de empleos creativos, y sus salarios.
Es evidente que si la tecnología se limitara a reducir el empleo, hace tiempo que se habría terminado el empleo en el planeta. La adaptabilidad es clave: los trabajadores de la construcción que manejaban con destreza la pala, pero no aprendieron a conducir una excavadora o a manipular una pala mecánica, tuvieron problemas.
Hay que ponderar la elasticidad de la oferta de trabajo, la de la demanda según la renta y las actividades que (pensamos que) no se pueden automatizar. Nadie conoce el futuro, ni qué sucederá cuando las máquinas puedan aprender mucho más y mejor de lo que ya aprenden. Pero, entre tanto, pongamos algo de sordina a los alarmistas que agitan al monstruo del doctor Frankenstein para hostigar el progreso técnico, y siempre —no por casualidad— terminan recomendando que el poder recorte aún más nuestros derechos y libertades. Ese intervencionismo buenista es la causa del paro, y no los robots.