Lo hemos visto jaleado en nuestro país incluso desde la izquierda, entusiasta partidaria del diálogo tripartito Gobierno/sindicatos/empresarios, una ficción fascistoide, como lo es la negociación con “sectores” económicos y sociales. Pero incluso en el muy antinazi Estados Unidos, un país cuyos ciudadanos entregaron o se vieron forzados a entregar millones de vidas luchando contra el fascismo, existe una vieja tradición de negociaciones de corte corporativista (véase Robert Higgs, “Crisis and Quasi-Corporatist Policymaking. The U.S. Case in Historical Perspective”, en Against Leviathan. Government Power and a Free Society, The Independent Institute, 2004). ¿Por qué algo así está tan extendido y ha perdurado tanto tiempo y en circunstancias tan distintas de las que lo vieron nacer?
Mi conjetura es que el Estado democrático posbélico decidió promover el corporativismo porque comprobó que, una vez que higiénicamente se le pulían sus aristas más descarada o nominativamente fascistas, podía servir para los mismos propósitos para los que fue utilizado por Mussolini o Franco: legitimar el poder.
Bajo el amparo de la democracia, los ingredientes del corporativismo fascista, en consecuencia, se mantienen, salvo el nombre. Para los fascistas, el diálogo social era una plasmación de la tercera vía, ideología centrista que acepta la propiedad privada pero no del todo, organiza y cohesiona la sociedad, que no puede ser abandonada a la insegura inestabilidad de la libertad, y garantiza la paz social, gran argumento que justifica la coacción política y legislativa en nombre del progreso de la sociedad: tal la ideología indiscutible del Estado del Bienestar. Por último, la ficción conforme a la cual la intervención del Estado “salvó” al capitalismo del socialismo se entronca en esta otra leyenda fascista que transforma al Estado en una especie de árbitro o representante del conjunto de la sociedad: no por casualidad unas extrañas conversaciones a tres bandas se llaman diálogo “social”.