La semana pasada recordé al filósofo García Venturini, y su crítica a la degeneración de la democracia en kakistocracia, o gobierno de los peores. ¿Es el mercado propenso a un menoscabo análogo, de modo que allí también tienden a prevalecer los mediocres, los ignorantes, y las bandas de matones y otros sujetos sin escrúpulos?
El antiliberalismo en todas sus variantes lo proclama sin ambages, e identifica el capitalismo con la opresión y la esclavitud de la mayoría. Pero este argumento se debilitó tras la caída del Muro de Berlín. El pensamiento único intentó tapar la crisis del comunismo agitando nuevos fantasmas (globalización, neoliberalismo) y esgrimiendo nuevas banderas (desigualdad, ecología, feminismo, homosexuales). Esta campaña choca con la realidad, porque no hay nada más opresor, esclavista, desigualitario, contaminador, machista y homófobo que el anticapitalismo.
Conscientes de esta patente debilidad, las voces más diestras del antiliberalismo eluden toda comparación con el llamado “socialismo real”, ahora solo pretenden ser daneses, y ya no condenan totalmente el capitalismo, sino que se presentan incluso como sus defensores, pero, ya sabe usted, hay que corregirlo, reformarlo, mejorarlo, etc.
En esa campaña recurren a los fallos del mercado, que utilizan como si fueran salvoconductos para la intervención pública. La argumentación es floja porque ignora los fallos del Estado y las soluciones del propio mercado ante sus fallos (una buena presentación de estas debilidades en: Mark Pennington, Robust Political Economy, Edward Elgar). Así, puede uno cansarse de leer que el famoso artículo de George A. Akerlof sobre los coches usados o “limones” es la prueba definitiva de que los mercados no funcionan si registran información asimétrica, como sucede típicamente en el caso de los coches usados. Y así muchos supuestos pensadores se ponen estupendos y saltan de allí a la conclusión de que si la política no funciona y decae en kakistocracia, los mercados también.
El texto de Akerlof es mucho más matizado en dos aspectos cruciales (véase: “The Market for «Lemons»: Quality Uncertainty and the Market Mechanism”, Quarterly Journal of Economics,84, 3, 1970, pp. 488-500). Cuando habla de los costes de la deshonestidad, que efectivamente puede destruir un mercado si está muy extendida, los relaciona directamente con el marco institucional, y señala que es un problema de los países subdesarrollados, más acusado en Oriente que en Occidente (pp. 495-6).
Y, lo más importante: “Numerosas instituciones surgen para contrarrestar los efectos de la incertidumbre en la calidad” (p. 499). Se refiere en concreto a instituciones de los mercados, como las garantías, las cadenas o las marcas. Naturalmente, no verá usted ningún matiz cuando los clérigos del pensamiento único nos aleccionen sobre los fallos del mercado y la consecuente y obvia necesidad de la intervención pública.