La economía ha aprovechado los chistes menos que el psicoanálisis, aunque hay excepciones, como el libro editado por C.P.Clotfelter que comenté aquí hace unos años (http://goo.gl/Js1auI). Invito pues a la consideración de una relevante circunstancia económica: los chistes sobre Montoro.
Dos características los convierten en dignos de análisis. Por un lado, nunca antes en nuestra democracia los humoristas habían subrayado negativamente el incremento de la presión fiscal con críticas hacia la figura del ministro de Hacienda. José Borrell saltó a las viñetas, sí, pero en su época lo que se destacaba era la persecución contra figuras conocidas, como Lola Flores. Ahora es muy distinto: lo que se reprocha a Montoro es que nos ha subido los impuestos a todos.
La segunda característica, también inédita, es que el ataque al ministro de Hacienda es políticamente transversal: pueden condenar su voracidad desde Forges hasta Borja Montoro (a quien llamo Montoro El Bueno…).
Dirá usted que esto es insuficiente, y que focalizar en Cristóbal Montoro la sangría tributaria es un error, porque el que sube los impuestos no es un ministro sino un Gobierno, o mejor dicho unos gobiernos en todos los niveles de la Administración. También podrá apuntar usted que los chistes no auguran una menor presión fiscal, puesto que todos los partidos, empezando por el PP, manifiestan un abierto respaldo al intervencionista Estado de bienestar, con lo cual es imposible que los impuestos bajen de modo apreciable. Lo estamos viendo con la actual reforma fiscal.
Esto es verdad, pero el hecho mismo de los chistes brinda un consuelo, a saber, la posibilidad de que los gobernantes dejen de hacer más daño. No porque amen la libertad y respeten nuestros derechos, sino porque hay un punto a partir del cual el incremento del daño a la sociedad perjudica demasiado al poder. Y esto es crucial para los economistas post-Buchanan, es decir, los que hemos perdido la inocencia que contempla al Estado como un agente más de la sociedad, o su representante, o incluso el que condensa sus preferencias.
Dicha inocencia está aún presente en muchos economistas que cultivan la simétrica ficción de negarse a analizar el Estado, como si fuera un mero condicionante exógeno a nuestra perspectiva asignativa, aunque al mismo tiempo siempre están dispuestos a recomendarle al Estado lo que debería hacer.
Si la dejamos atrás, si abandonamos la tentación generalizada y pueril (más exactamente: juvenil) de aconsejar al poder, y nos centramos en el análisis realista, es decir, no en lo que el poder debería hacer sino lo que hace y en lo que probablemente haga, podremos saludar a los chistes de Montoro como indicadores de ese punto fiscal crítico, el punto en el cual la rentabilidad política del último euro gastado cae por debajo del coste político del último euro recaudado.