Este titular de prensa llamó mi atención hace algún tiempo: “Empleo apuesta por ligar los salarios a los beneficios empresariales”. Lo había dicho Engracia Hidalgo, actualmente consejera de Economía de la Comunidad de Madrid: “la ligazón de los salarios a los beneficios debe ser una realidad” porque “sólo así” se podrá retomar el crecimiento; aunque habló de la productividad, el énfasis estuvo en los salarios, un énfasis que se iba a mantener en el futuro, y que Fátima Báñez, destacada peronista del gabinete de Rajoy, subrayaría hasta hace pocas semanas.
Se trata de un disparate múltiple, empezando por el uso del verbo “apostar”, muy habitual entre políticos, es decir, entre gente que “apuesta” con bienes y derechos ajenos, lo que está lejos de ser realmente una apuesta. Más grave aún es que las autoridades pretendan “ligar” los salarios, así en general, con los beneficios, así en general.
Dirá usted que lo realmente disparatado es que el poder pretenda ligar los salarios con cualquier cosa, sean los beneficios o la temperatura. O, incluso más, que se hable de “los salarios” como si fueran una entidad colectiva comprensible, y no lo que son en realidad, a saber, la suma de millones de datos laborales individuales, diversos y heterogéneos, que responden a numerosas circunstancias diferentes, sobre las cuales ningún ministerio tiene ni puede tener conocimiento pleno, y menos aún debería tener autoridad.
Y es verdad, pero sospecho que la clave reside en otra parte: en la demagogia y la intoxicación de quien quiere aparecer como defensor de las trabajadoras aplicando el sentido común populista: si los beneficios suben, entonces los salarios deben subir también, como si se tratara de ingresos análogos, como si el riesgo de pérdida del capital fuese comparable entre los empresarios y los trabajadores —cuando el capital de éstos, el capital humano, casi nunca se pierde totalmente.
La identificación de la naturaleza de beneficios y salarios forma parte de la falaz lógica habitual de los sindicatos; los políticos y los burócratas relacionados con el empleo —es decir, normalmente los responsables de que no aumente— no hacen más que secundarla.
Doña Engracia Hidalgo y todos los que, como ella, acometen el populismo laboral, se podrá escudar en que, como he señalado antes, también hizo referencia a la productividad, como si fuera necesario subrayar algo tan obvio como la relación entre la retribución del trabajo y el rendimiento del mismo. Menos obvio y más absurdo es eso de que sólo podremos crecer si los salarios aumentan como los beneficios. La lógica en este caso de doña Engracia se me escapa, salvo que sea la pavada keynesiana que asocia más salarios con más demanda, y más demanda con más crecimiento. Pero si la demanda garantizara el crecimiento, España jamás habría podido dejar de crecer en 2007, cuando la demanda aumentaba a raudales.