Gracias a un artículo de Luis Martínez en El Mundo, me enteré del rodaje de La sociedad de la nieve, película auspiciada por Netflix y dirigida por Juan Antonio Bayona, sobre el accidente de los Andes de 1972.
En su día me impresionó especialmente, porque los jóvenes uruguayos que iban a jugar al rugby en Santiago de Chile eran alumnos del Colegio Stella Maris de Montevideo, regentado por los Hermanos Cristianos Irlandeses, los mismos que se ocupaban de mi colegio en Buenos Aires, el Cardenal Newman. Uno de los accidentados, asimismo, que por fortuna sobrevivió, era un lejano pariente mío, Carlos Páez Rodríguez, hijo del destacado pintor uruguayo, Carlos Páez Vilaró.
Tras la alegría de saber que 16 pasajeros, de los 45 que volaban en el avión siniestrado, estaban con vida, vino el morbo de enterarnos de que se habían alimentado de los cuerpos de sus compañeros muertos. Espero sinceramente que la película no se centre en ese aspecto, porque lo realmente importante de lo que sucedió no fue que comieran la carne de los muertos, sino que no se comieran los unos a los otros.
En efecto, el notable libro de Pablo Vierci, del que toma su título la película, lo sugiere precisamente en dicho título: la sociedad, allí hubo una sociedad, y, como suele suceder, no demostró lo peor del ser humano sino justo lo contrario –lo subrayé en estas mismas páginas al reseñar el libro de Vierci: “La sociedad de la nieve”, Expansión, 14 septiembre 2009.
Resumamos las claves de la cuestión: los jóvenes están a 5.000 metros de altura, donde no hay vegetales, ni animales, ni nada que se pueda comer, y solo cuentan con las escasas provisiones que llevaba el aparato que había despegado de Montevideo. Consiguen hacer funcionar la radio del avión, y se enteran de que las autoridades habían abandonado la búsqueda: nadie podía haber sobrevivido a un accidente de esas características en esas cumbres de los Andes.
Entonces es cuando toman la decisión crítica, que no fue comer la carne humana sino alimentar especialmente con esa carne a los dos compañeros más fuertes para que fueran a buscar la ayuda que no iba a venir hacia ellos. Lo hicieron. Y tardaron catorce días en toparse con otro ser humano al pie de las montañas. Como escribí en su día: “Ninguno de los supuestos instintos antisociales agresivos y violentos que se nos dice que exigen la aparición de la coacción estatal tuvo allí sitio. Los supervivientes no solo no se mataron entre sí, sino que se ayudaron unos a otros, colaboraron en la medida de sus posibilidades para salir adelante, sacaron lo mejor de cada uno y convivieron por medio de reglas, de afecto y de fe religiosa”.