Desde la Biblia, e incluso antes, porque está contemplado en el Código de Hammurabi, los seres humanos comprendieron que la propiedad privada era valiosa, y que convenía establecer reglas, principios y leyes para protegerla, y prevenir o castigar su violación.
Con el paso del tiempo, el pensamiento liberal elaboró una defensa precisa de la propiedad en dos ámbitos. Uno es el teleológico-económico, que subraya las consecuencias plausibles de la seguridad en la posesión y la transmisión de la propiedad en términos del bienestar general de la comunidad. El otro es el político-jurídico, que argumenta que una sociedad que salvaguarda la propiedad es una sociedad justa y libre.
La caída del Muro de Berlín representó la gran victoria de la propiedad en nuestro tiempo, porque probó incluso a los ojos de los socialistas más recalcitrantes que la aniquilación de la propiedad privada equivalió no sólo a la instauración de las dictaduras más criminales jamás padecidas por los trabajadores, sino también a la extensión de la miseria y el hambre.
Sin embargo, junto a la tradición liberal convivió otra de sentido contrario, que desde la Antigua Grecia combatió contra la propiedad privada y la subordinó a plausibles objetivos de carácter colectivo. Se trata, como decía Hayek, de la tradición defendida por “los socialistas de todos los partidos”. Incluso tras el derrumbe del comunismo, esta tradición se ha mantenido, y a izquierdas y a derechas se nos asegura que la propiedad tiene efectos sociales indeseables, como la desigualdad, que exigen su limitación por parte del poder político y legislativo.
Esto no parece correcto, porque, según apuntó Armen A. Alchian, el gran especialista en derechos de propiedad, que enseñó durante muchos años en la Universidad de California en Los Ángeles, el supuesto conflicto entre la propiedad privada y los derechos humanos es un espejismo: “Los derechos de propiedad son derechos humanos”.
Cierto es, y sobre todo en nuestro tiempo, que los enemigos de la propiedad no quieren anularla, sino ponerla en manos de o condicionarla a las Administraciones Públicas. Lo que no hacen, subrayaron Alchian y muchos otros liberales, como Coase, es asumir las consecuencias de ese intervencionismo, que ignora las preferencias de la sociedad, facilita la discriminación, y genera toda clase de incentivos perversos y de costes descargados sobre el conjunto de la población.
Esta visión económica neoinstitucional está lejos de ser ingenua: reconoce la complejidad de la estructura de los derechos de propiedad, y admite que no pueden ser absolutos, recogiendo, por ejemplo, los problemas del medio ambiente. Pero denuncia a los enemigos de la propiedad que, como los ladrones, no anhelan exterminarla, sino transferirla a la fuerza de unos propietarios legítimos a otros ilegítimos.