Hay un viejo chiste que marca la petulancia de la Economía con respecto a las demás disciplinas que estudian la conducta de las personas, disciplinas que ahora se llaman Ciencias Sociales, pero que antes recibían la más modesta denominación de Humanidades. Este es el chiste: un profesor de Economía que deja la Facultad de Económicas y se pasa a la de Políticas eleva la inteligencia media de ambas facultades.
En su libro The ideas industry (Oxford University Press, 2017), Daniel W. Drezner analiza la notable influencia de los economistas, y se pregunta por qué es mucho mayor que la de los sociólogos o politólogos.
Hay una explicación que suele gustar a los economistas, que se vanaglorian su rigor y su supuesto carácter científico. Esto no se debe sólo al lenguaje críptico, que es habitual en otros campos del saber muy diferentes, desde la Física hasta el Derecho. Lo que los economistas prefieren subrayar es que emplean técnicas estadísticas y matemáticas que los elevan no sólo por encima de la gente corriente, que también, sino muy por encima de los expertos en Sociología y Ciencia Política.
Ahora bien, si esta fuera la razón fundamental, entonces la influencia de los economistas debería ser menor. En primer lugar, debería ser menor que la de los matemáticos y estadísticos. Y, en segundo lugar, no debería ser mucho mayor que la de sus colegas en otras disciplinas que también han aplicado en las últimas décadas numerosas técnicas estadísticas y matemáticas, desde los sociólogos hasta los historiadores, y desde los psicólogos hasta los politólogos.
Y los economistas no solo son más influyentes que todos ellos, sino que su influencia se ha acrecentado, o al menos mantenido, a pesar de los clamorosos errores que han cometido, empezando por su deplorable capacidad de predicción. Y esto vale para un amplio abanico de economistas, incluyendo aquellos más idolatrados por los políticos y los medios de comunicación: “Los elogios al legado intelectual de John Kenneth Galbraith tendieron a oscurecer el grado en que sus predicciones socioeconómicas probaron ser totalmente infundadas”.
Y, sin embargo, puede buscar usted en otras profesiones alguien que haya podido escribir un tocho como el de Piketty y vender un millón de ejemplares, y no lo encontrará fácilmente.
Sólo puedo plantear la siguiente conjetura. En la hipertrofia racionalista ilustrada, la economía brindó a políticos y reformadores de toda suerte una justificación creciente para su intervencionismo. El espectacular crecimiento de la coerción legal del último siglo no habría sido posible, o no habría sido tan sencillo, si los economistas, en vez de desplegar un grado superlativo de arrogancia, hubieran seguido la definición de Hayek: “la curiosa tarea de la Economía es demostrarles a los hombres lo poco que realmente saben sobre lo que imaginan que pueden diseñar”.