Keynes anunció el final del laissez-faire en 1926, en un ensayo con ese título que propicia la violación de la libertad pretendiendo ampararla, es decir, la principal consigna política contemporánea. Como es natural, no se puede defender esta consigna de manera coherente.
Una confusión clásica es identificar la libertad con la crueldad, como si la servidumbre fuera afectuosa, y con la prepotencia de los poderosos, como si la falta de libertad amparase a los débiles. Según Keynes el paradigma liberal es “dejar que las jirafas con los cuellos más largos liquiden por hambre a las que tienen los cuellos más cortos”.
A este disparate de la suma cero se añade otro truco: la libertad sólo puede defenderse con “una variedad de supuestos irreales”, treta de los economistas modernos que presentan la libertad como derivada exclusiva de un modelo perfecto, y que ya refutó Adam Smith en el siglo XVIII.
Keynes, en la línea de intervencionistas brillantes pero confusos que posiblemente brota de Stuart Mill, pretende ocupar una razonable posición centrista. Se aparta del proteccionismo y del comunismo, pero sostiene que hay que hacer algo porque “los intereses privados y sociales no siempre coinciden”, mantra nunca explicado con detalle, especialmente cómo concluir que esa coincidencia es mejor promovida violando los derechos privados. Pero Keynes elude el problema y se refugia en el pragmatismo: la cuestión no se puede dilucidar con fundamentos abstractos, sino caso por caso, porque el ideal no es que las personas controlen su propia vida, ni que lo haga el Estado sino unos “cuerpos semi-autónomos…sometidos democráticamente al Parlamento”. Keynes reconoce que es una noción medieval, pero no reconoce que era ampliamente compartida en Alemania desde hacía décadas en tanto que “solución a la cuestión social”, como señaló Ludwig von Mises en 1927.
Con otros temas justificadores del intervencionismo, como que las grandes empresas son asimilables al Estado, o lo dominan, Keynes arguye que muchas actividades se están “semi-socializando” y que debemos ser “flexibles”. Tras la osadía de afirmar que se puede distinguir “técnicamente” entre lo que debe ser libre de la persona o impuesto por el Estado, pasa a afirmar que el Estado debe controlar desde la población hasta el ahorro y la inversión exterior. Concluye seriamente que nada de esto es “seriamente incompatible con el capitalismo”.
No cabe olvidar que este cacao se inscribe en un contexto de ideas antiliberales y de políticas antiliberales que venían ya del siglo XIX. Dice Mises: “El mundo está enfermo porque durante décadas no ha regido la máxima liberal. Quien se felicita porque la gente se aparta del liberalismo no debería olvidar que la guerra y la revolución, la miseria y el paro, la tiranía y las dictaduras, no son compañeros accidentales sino resultados necesarios del antiliberalismo predominante”.