Con la idea de que es cariñosa y progresista, la intervención pública argumenta que la libertad de los ciudadanos debe ser coartada por su bien. Se supone que las intervenciones operan en favor de la mayoría más pobre de la sociedad, lo que no resulta evidente.
La profesora Diana Thomas (“Regressive Effects of Regulation”, http://goo.gl/ikw6z) analiza un caso. Señala que “al centrarse en la atenuación de riesgos de baja probabilidad y coste elevado, la regulación refleja las preferencias de las familias con altos ingresos y redistribuye riqueza desde los pobres hacia la clase media y los ricos”.
Muchos riesgos que pretende cubrir el Estado son pequeños en comparación con los que la gente afronta privadamente. El esquema no es progresista: “la regulación de la sanidad y la seguridad, en particular la regulación de riesgos pequeños y caros de atenuar, puede tener un efecto regresivo sobre la renta de las familias”.
Los mayores riesgos para la salud y la vida de la gente (el corazón y el cáncer) provienen de decisiones libres de la propia gente —comida, bebida, ejercicio, tabaco, etc. Estas decisiones son más importantes que los riesgos que a menudo no provienen, o no lo hacen exclusivamente, de sus decisiones, como los accidentes de tráfico. Las muertes por riesgos reducidos por la regulación pesan menos que los riesgos derivados de actividades que las personas pueden controlar y de hecho controlan.
La diferencia de los costes es llamativa. Se ha estimado que el coste mediano de la regulación sanitaria en Estados Unidos es de 19.000 $ por vida salvada/año, mientras que el coste de la regulación ambiental es de 4.200.000 $. ¿Quién paga esto? La incidencia se reparte entre consumidores y productores según la elasticidad relativa. A mayor elasticidad de la demanda, mayor será la parte pagada por los productores, que repartirán el coste entre los capitalistas y los trabajadores en forma de menos beneficios y menos salarios.
Mientras los pobres se concentran en mitigar riesgos de alta probabilidad y gravedad, y menor coste por unidad de riesgo, con los ricos es al contrario. Y las regulaciones, al revés de lo que se nos dice, reflejan las preferencias de los ricos. Si se imponen por ley las cámaras de visión trasera en los coches ello perjudica sobre todo a los pobres, cuando el coste por cada vida salvada por las cámaras es muy elevado, mientras que la probabilidad de que se produzcan accidentes por la ausencia de cámaras traseras es bajísima.
Los pobres pagarán más en cualquier caso, sea que compren los coches nuevos más caros, o si recurren a los de segunda mano, aumentando su demanda y su precio.
Muchas regulaciones, por tanto, “imponen las preferencias de los ricos sobre los pobres y les fuerzan a compartir el coste de la reducción de unos riesgos que no querrían reducir libremente”.