Pero atrocidades en este libro sí que hay. Una es la falaz simplificación de su análisis. Aquí los malos son Estados Unidos, Israel y el capitalismo consumista y contaminador. Sampedro afirma que los “culpables indiscutibles de la crisis” son los financieros y que “el dinero y sus dueños tienen más poder que los gobiernos”, pero no dice ni una palabra de que los gobiernos son los dueños del dinero a través de autoridades públicas y monopólicas llamadas bancos centrales, a los que nunca nombra ¡y es economista! El texto de Hessel es también fundamentalmente manipulación. Identifica la invasión fascista con “la dictadura del entramado financiero internacional”. El nazismo fue vencido, “pero el peligro totalitario en sus múltiples variantes no ha desaparecido”, y los ejemplos son Guantánamo y Abu Ghraib. No habla del comunismo, sino del “imperio soviético”, al que equipara con EEUU: se opone al estalinismo (sólo faltaba que lo defendiera a estas alturas), pero inmediatamente añade: “Hacía falta tener un oído atento al comunismo para contrarrestar el capitalismo estadounidense”. La trampa es evidente: sugiere que la opresión en el Gulag y en Nueva York era idéntica. El análisis de las “conquistas sociales” es parcial, porque jamás hace referencia a los costes del Estado: parece que no hay impuestos, ni multas, ni regulaciones. El Estado no es malo, lo malo es el mercado, “zorro en el gallinero”, etc. Y mientras se idolatra la opresión pública y las burocracias internacionales, como la ONU, se demoniza a Israel en las páginas más escalofriantes del libro. Sí, Hamás mata, pero es que “no ha podido evitar que se lancen cohetes a los israelíes… cuando un pueblo está ocupado con medios militares infinitamente superiores, la reacción popular no puede ser únicamente no violenta… no podemos excusar a los terroristas que tiran bombas, podemos comprenderlos”. Indignaos, claro que sí.