El cambio es el lema de la política moderna. Todo se puede y se debe cambiar desde el poder, recortando las libertades y derechos de los ciudadanos, por su bien. Y, además, todo se puede y se debe cambiar rápidamente, porque los problemas son urgentes y las soluciones están a la mano, siempre, claro está, que se pueda limitar –democráticamente, claro está– la libertad individual.
El cambio es un eslogan que explotan desde hace tiempo los políticos, en particular desde la izquierda, donde menos prurito tienen en sus agendas liberticidas en pos de la undécima tesis de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diversas maneas: ahora se trata de cambiarlo”.
Hayek resumió esta característica fundamental del socialismo en el título de su último libro, La fatal arrogancia. En efecto, la idolatría del cambio requiere la expulsión de virtudes capitales como la modestia y la prudencia, siempre valiosas, pero mucho más cuando se trata del ejercicio del poder que juega con los bienes de sus súbditos.
Parte de esa arrogancia se exhibe en una característica de los idólatras del cambio: su indefinición. A propósito de la retórica vaporosa del ahora extinto Pedro Sánchez (ahora, ojo, solo por ahora), escribió el jurista Daniel García Pita en ABC: «En política, la manipulación por el lenguaje es algo habitual, sobre todo en época de elecciones. Ya dijo Talleyrand que la palabra es un don que se nos ha dado para disimular la verdad. No pretendo comparar a Sánchez con Talleyrand, pero con lo del gobierno del “cambio” le ha superado hasta extremos que hubiesen cambiado el curso del mismísimo Congreso de Viena». El cambio en Sánchez es una abstracción vacía. Recuerda García Pita a su abuelo, José María Pemán, que ironizaba sobre el origen de la abstracción: decía que nació en la selva africana el día en que unos indígenas vieron un hipopótamo en diferentes lugares y comprendieron que no se trataba del mismo ejemplar. Pero sabemos qué es un hipopótamo, y en cambio ignoramos el contenido preciso del “cambio” de Sánchez, y otros, porque “es una abstracción de muchas abstracciones que nunca explica, ni aclara, ni resuelve”.
Esto es sin duda cierto, pero me permito añadir algo: la confusión del “cambio” no es completa, porque el cambio en los políticos nunca quiere decir más libertad para sus súbditos, hipótesis implanteable cuando el Gobierno conoce la raíz de nuestros males y posee los medios para resolverlos (claro que los posee: son los nuestros).
Echemos, pues, la vista atrás y evoquemos la modestia de Lord Salisbury, ese espejo de conservadores que dijo delay is life. Por eso reivindicó R. Scruton al conservadurismo como la política de la prudente falta de prisa, de la prevención antes de actuar quebrantando derechos de las personas.
Mi cita favorita de Salisbury es cuando la reina Victoria le comentó que se necesitaba un cambio en la política, y él respondió: Change? Your Majesty, aren’t things bad enough as they are?