Tenía razón David Hume cuando advirtió de que la libertad nunca se pierde toda de una sola vez. Hace un siglo el gasto público en el mundo no superaba el 10 % del PIB.
Entonces empezó a crecer junto con la riqueza, o más bien después de ella, y junto con el crecimiento de los salarios y la clase media. Esa prosperidad de amplias capas de la sociedad fue lo que abrió la posibilidad de que fueran utilizadas como fuente fiscal. Y lo fueron, siempre gradualmente, pero llegando hasta extremos notables: nunca los Estados fueron tan grandes como en nuestro tiempo, supuestamente liberal.
Esta usurpación de la riqueza de los ciudadanos fue acometida mediante el mejor artificio inventado para que el poder crezca a expensas del pueblo, a saber, convencer al pueblo de que dichas usurpaciones son por su bien y, sobre todo, que no las va a pagar. Este es el truco de la redistribución, el Estado de bienestar, y la “justicia social”. La democracia moderna y el sufragio universal jamás habrían alcanzado cotas tan elevadas de popularidad si la gente hubiese sido siempre plenamente consciente de que lo que el Estado le daba se lo había quitado antes a ella misma, y no solo a una minoría de ricos.
Este mecanismo de “ilusión financiera”, o fiscal, como la llamó Amilcare Puviani en 1903, ha continuado hasta nuestros días, haciendo realidad las lúgubres intuiciones que hace dos siglos abrigó Tocqueville sobre los recortes a la libertad individual y las intrusiones en la vida privada que podría comportar un Estado democrático paternalista que pastorea a sus súbditos no para que crezcan sino para que permanezcan siempre obedientes en el rebaño.
La gran hipótesis, la gran esperanza, es que este proceso tenga límites, que ya somos contemporáneos de los mismos, y que el Estado, por su propio interés, deba frenar su crecimiento.
Tras la catástrofe del comunismo, la siguiente buena noticia que tuvieron los amigos de la libertad fueron los problemas del Estado de bienestar: todo el pensamiento único alaba a los países nórdicos, pero nadie dice que en las últimas décadas han bajado los impuestos y el gasto público.
Esto se debió a que superaron el umbral del peso del Estado, ese punto crítico en el que la gente pierde la ilusión fiscal, deja de creer que el Estado lo paga otro, subraya los efectos desmoralizadoras y corruptos de la expansión política, y dice, o más bien piensa: “ hasta aquí hemos llegado”.
Esa reacción es percibida por los gobernantes e intelectuales más diestros, que ajustan mensajes y políticas para que el Estado no sea críticamente deslegitimado. Esto se anima.