Warren Sánchez, el hombre que tiene todas las respuestas, resistió ayer mejor de lo que cabía haber esperado conforme a su deplorable gestión, pero no obtuvo todos los votos que necesitaba para coronar con éxito su campaña basada en agitar el miedo de modo de incrementar su caudal de votos para “frenar a la ultraderecha”. Su anuncio de que la izquierda ganaría estas elecciones europeas ha sido un bulo. Otro.
El electorado no parece haberse tragado lo que Ricardo T. Lucas definió acertadamente en EXPANSIÓN como un señuelo. En efecto, Warren no puede presentarse como “el paladín de la lucha contra los extremistas” cuando España ha sido el único país de la Unión Europea que no ha ajustado su normativa electoral a la Directiva de 2018 para fijar un umbral mínimo de votos para lograr un escaño en el Parlamento Europeo. La razón es el mismo Warren, a quien no conviene “contrariar a los partidos que le mantienen en la Moncloa, que serían los principales damnificados por este cambio legal, porque exigir un porcentaje mínimo entre el 2% y el 5% de los votos como establece la Directiva para obtener representación en la Eurocámara dejaría a los socios nacionalistas y separatistas del PSOE fuera de la misma”. Si bien es cierto que gracias a ese mismo coladero han entrado los de Alvise.
La propaganda empujó al pensamiento único hacia el callejón socialista, según el cual las opciones contrarias a la izquierda son necesariamente extremistas. Algo extraño debe pasar para que resulte evidente que son unos ultras peligrosos Feijóo, Abascal y Milei, pero Warren y compañía, incluido Otegui, son unos apacibles demócratas centristas. Obviamente mentían, pero con escaso éxito. El discurso guerracivilista de la izquierda, con una Teresa Ribera llegando incluso a exclamar: “No pasarán. Les vamos a frenar”, no ha funcionado. Europa ha frenado a Warren.
Y no estamos solo ante el retroceso de la izquierda sino ante un cuestionamiento de la Europa antiliberal. Un buen ejemplo fueron Emmanuel Macron y Olaf Scholz en un artículo publicado hace pocos días en nuestro periódico, en el que expresaron el fofo y antiguo pensamiento que no es capaz de explicar por qué tantos ciudadanos europeos, nada radicales, desconfían del discurso antiliberal, porque sospechan, con razón, que los políticos quieren descargar sobre la gente unos costes aún mayores. La retórica de Macron y Scholz era la esperable: competitividad, resiliencia, pacto verde, transición digital, competencia justa, reforzar la soberanía, reducir la dependencia, etc. Todo esto suena a menos libertad y más impuestos. Hablan de “recursos propios”, pero son más impuestos. Y la gente no está por la labor.
La derecha victoriosa apuesta por seguir con lo mismo, y Ursula von der Leyen habló anoche de “frenar a la ultraderecha”, es decir, el mismo camelo de Warren y sus secuaces.
Santi González en EL MUNDO se tomó la molestia de leer las consignas del PP y las reprodujo en su patética inanidad: “no se puede apartar la mirada de problemas como los del campo, los precios, la vivienda, la inseguridad o el paro juvenil con políticos que sólo miran para sí mismos”. Concluyó González que el PP es “un partido que nunca ha dado la sensación de enterarse de que su ya larga lejanía de las mayorías electorales podría estar relacionada con su manera de comportarse, por ejemplo, con la alegre exclusión de los liberales y los conservadores que se llevó a cabo en el Congreso de Valencia y que nadie ha tratado nunca de corregir”.
Lo curioso es que todo el mundo se alarma ante una “ola ultra” y nadie se detiene a pensar en que el hartazgo de los pueblos igual tiene que ver con sus gobernantes. Y no me refiero a las bobadas de la extrema izquierda, jamás llamada ultra, de expandir la coacción política y legislativa sin límite, sino a la corrección política predominante que fantasea con que la forma de superar el descrédito de los Estados redistribuidores de toda la vida consiste en crear un nuevo Estado redistribuidor llamado Europa. Con Warren no ha colado. Tampoco colará con ningún otro.