Los economistas enseñan que hay bienes públicos, cuyas peculiaridades impiden que sean ofertados adecuadamente en el mercado. No es fácil definirlos, y por eso se tiende a repetir los mismos ejemplos. Uno clásico son los faros. Se le ocurrió a Stuart Mill en 1848: era imposible, dijo, que los faros fueran privados, porque era difícil cobrarles a los beneficiarios, y era imposible excluir de la luz a los barcos que se negaran a pagar. Y de Mill a Stiglitz, pasando por Samuelson, no hay economista que no sepa que hay bienes públicos como los faros que tienen que ser, pues, eso, públicos.
Sin embargo, Ronald Coase demostró en 1974 que muchos faros en Inglaterra y Gales habían sido privados, que se financiaban con tasas cobradas en los puertos, y que el papel del Estado consistió en garantizar los derechos de propiedad. En suma, que no eran bienes públicos per se, y que no eran radicalmente distintos de los demás bienes.
Ante esta prueba, la reacción de no pocos economistas fue ignorar a Coase —porque, ya se sabe, los economistas liberales no son realmente científicos, y se limitan a merodear extramuros de la sabiduría, dispensando apenas unas vanas cápsulas ideológicas. Sí, ya sé que esto es idiota, pero es lo que sucedió. Otros economistas, de un grupo mucho más reducido, intentaron refutar a Coase empíricamente, alegando que no hubo en realidad faros privados. A esto han respondido investigadores como Rosolino A. Candela y Vicent J. Geloso, demostrando que esos faros privados sí habían existido, habían sido rentables y no habían requerido de intervención pública (https://bit.ly/2zKkO9L).
Ahora bien, independientemente del debate sobre su existencia y eficiencia, el hecho indudable es que no existen más. En 1836 todos los faros ingleses fueron nacionalizados, hasta hoy. En el resto del mundo, también. La cuestión es: ¿por qué? Otro ensayo de ambos profesores relata esta historia (https://bit.ly/2MGmzra).
El peso del pensamiento intervencionista, y del propio poder político y legislativo, se combinan para brindar tesis aparentemente irrefutables pero que son en realidad endebles, y se basan en la vieja confusión entre lo contingente y lo necesario. Se dice que como una actividad fue nacionalizada, es que debía serlo. Un caso clásico es el patrón oro, cuyo “fracaso” en realidad nunca tuvo lugar: el patrón oro fue simplemente suprimido por los Estados, que colocaron en su lugar a unos bancos centrales que establecieron políticas monetarias con un dinero fiduciario.
El caso de los faros privados es asimismo ilustrativo, porque su nacionalización no se debió a ninguna ineficiencia en su propia naturaleza, sino a una sucesión de intervenciones públicas que desembocaron en la imposibilidad de la oferta privada, con lo que la nacionalización fue la “solución” única.
En suma, cuando le digan a usted que hay bienes que son obviamente públicos, desconfíe, señora, señor, desconfíe.