Las externalidades negativas figuran entre los “fallos del mercado”, y son una de las principales razones que justifican la intervención del Estado, según la teoría económica convencional. Se trata de costes de cualquier actividad que afectan a quienes no participan en dicha actividad, con lo que no se reflejan en el precio de mercado, con lo que los costes privados resultan inferiores a los costes sociales. Esto demanda una intervención pública para ajustar los costes privados a los sociales, o, en la jerga de los economistas, internalizar la externalidad.
La noción es antigua: Adam Smith la utilizó en La riqueza de las naciones a propósito de la banca. Desde Pigou en el siglo XX la idea se formaliza, y llega hasta hoy. Son pocos los economistas que se han atrevido a ir contra la corriente. Uno de ellos fue Coase, que demostró en 1960 que las externalidades pueden no ser fallos del mercado sino del marco institucional, singularmente de los derechos de propiedad.
Otra forma de ver las externalidades es analizarlas desde la alternativa al mercado, que es el Estado. La Escuela de la Elección Pública cambió la forma de ver el Estado, dejando de considerarlo una suerte de Deus ex machina que todo lo resuelve, y todo lo puede ocupar con su acción y su control, sin efectos colaterales dañinos. Buchanan y Tullock sostienen lo contrario: “La existencia de efectos externos de la conducta privada no es una condición necesaria ni suficiente para que una actividad caiga bajo el ámbito de la elección colectiva”.
El motivo es que colectivizar una actividad genera a su vez externalidades, y asimismo, que el mercado puede resolver el problema, si no hay costes prohibitivos para el logro de acuerdos voluntarios.
Dichos costes son la clave porque, fuera de la unanimidad, toda intervención tiene costes que serán rechazados por algunas personas: “El grueso de los estudiosos han supuesto, sin ser conscientes de ello, que toda la acción del Estado tiene lugar como si hubiera un consenso unánime. No han observado que una parte importante de la acción del Estado, que sería racionalmente apoyada bajo algunas reglas de decisión, no puede ser racionalmente apoyada bajo todas las reglas de decisión”. Si el número de personas necesarias para acordar la colectivización es pequeño, los costes para el individuo renuente serán tan grandes que rechazará esa regla de decisión; y si el número es demasiado grande, los costes de arribar a una decisión serán tan altos que la colectivización no merecerá la pena.
Las externalidades, en suma, no justifican la intervención del Estado. Los economistas que lo niegan no aportan “satisfactoriamente una explicación económica para la aceptación general de reglas fuera de la unanimidad para la decisión colectiva”. Convendrá recordarlo ahora más que nunca, cuando se avecinan, como siempre, impuestos y elecciones.