Los primeros Estados no duraron mucho, bien porque la urbanización forzada facilitaba la muerte por enfermedades, bien porque la gente se resistía y huía. Las murallas de los antiguos Estados y ciudades no tenían como único objetivo detener a los de fuera sino también impedir que se fugaran los de dentro. La civilización egipcia dependió en buena medida de que a ambos lados del Nilo se extiende el desierto, con lo cual los faraones podían presionar a los pobladores más de lo que habría sido posible de haber tenido ellos la opción de escapar.
Cuando los Estados o imperios desaparecen, se habla de decadencia y de épocas oscuras. Ironiza sobre esto el profesor James C. Scott, porque sospecha que una razón importante para que estas destrucciones sean lamentadas es que no dejan material para investigadores, arqueólogos y museos. Y añade que, en realidad, no hay razón para deplorar unos colapsos que “a menudo significaban la desagregación de un estado complejo, frágil y típicamente opresivo en fragmentos más pequeños y descentralizados” (Against the Grain. A Deep History of the Earliest States, Yale University Press, 2017).
Subraya que los bárbaros podían beneficiarse de los Estados, no sólo sometiéndolos a pillajes sino también comerciando con ellos; a veces los bárbaros recibían tributo para no depredar, una relación lógica porque el pillaje sistemático acaba con los incentivos a la producción.
Con anterioridad a los Estados modernos, el mundo tenía mucho movimiento, fronteras abiertas, y cientos de estados pequeños que iban cambiando o desapareciendo. Los Estados más grandes y en apariencia fuertes en realidad eran relativamente débiles, no solo por las epidemias que padecían por la aglomeración urbana, sino porque no podían someter a mucha gente. Hasta los años 1600, dice el profesor Scott, la mayoría de la población del mundo no había visto a un recaudador de impuestos de manera regular, “o, si lo había visto, siempre tenía la opción de volverse fiscalmente invisible”.
Resulta gratificante la incorrección política de James C. Scott, y su propensión crítica a no creerse las verdades establecidas, e ir a buscar datos y evidencias que prueban que la asociación entre Estados, civilización y libertad es más dudosa de lo que parece, y que los bárbaros no lo eran tanto.
Ahora bien, incluso los que creemos en que una época sin Estado no debería ser por necesidad oscura hemos de reconocer que la victoria final fue para el poder de las llanuras cultivadas, no para los supuestos salvajes de las montañas —con mala prensa porque estaban protegidos naturalmente frente al Estado.
Y esa victoria, para más inri, fue propiciada por los propios bárbaros. Concluye Scott que, al esclavizar a otros bárbaros para venderlos a los Estados, y al alistarse como mercenarios para ellos, los bárbaros acabaron fortaleciendo al poder político y cavando su propia fosa. Destino oscuro.