Dicen los distinguidos historiadores económicos Leandro Prados de la Escosura y Carlos Santiago-Caballero, profesores de la Universidad Carlos III de Madrid, lo siguiente sobre las Guerras Napoleónicas: “El impacto demográfico directo e indirecto fue un desastre para el país, con la población cayendo en un millón de personas por debajo de su potencial, y de manera directa por medio millón de muertos, en torno al 5 % de la población, lo que es más del doble de la pérdida relativa de personas en la Guerra Civil de 1936-39, con lo que resultó el conflicto más mortífero de la historia moderna de España” (“The Napoleonic Wars: A Watershed in Spanish History?”, EHES Working Papers in Economic History, Nº 130, abril 2018).
Como en otras guerras, en el conflicto peninsular las víctimas fueron sobre todo civiles, que sufrieron: “La confiscación de alimentos, la violencia de los ejércitos napoléonico y aliado, y la extensión de las enfermedades, a medida que grandes contingentes de soldados se desplazaron por el país, fueron sus principales causas”.
Los daños económicos a la agricultura y la ganadería fueron cuantiosos, también por la desamortización que emprendió el gobierno de José Bonaparte para financiar el ejército francés. La superficie cultivada y las rentas “cayeron casi un 50 % entre 1808 y 1812, y nunca recuperaron los niveles de la preguerra”. Se vieron afectados negativamente también la industria y el comercio, por la guerra y por la pérdida de las colonias.
La tesis de Prados de la Escosura y Santiago-Caballero es que las Guerras Napoleónicas constituyen un punto de inflexión en nuestra historia, pero no solo por su catastrófico resultado demográfico y económico, sino también por sus efectos institucionales, partiendo de la independencia de América: “Puede sostenerse que el imperio colonial ayudó a consolidar y estabilizar las instituciones y estructuras de poder tradicionales. La emancipación de las colonias de América contribuyó, por tanto, al final del Antiguo Régimen y abrió la puerta a la revolución liberal”.
Aquí navegamos en aguas más turbias, porque la historia, siguiendo una inveterada costumbre, alberga elementos contradictorios. Digamos, cambió el estatus de la población, de súbditos a ciudadanos iguales ante la ley, y hubo liberalización de mercados, fin de privilegios como los de la Mesta y los gremios, e incorporación de normas y reglas modernas, como el Código de Comercio de 1829. Sin embargo, al mismo tiempo se confiscaron tierras eclesiásticas y “la propiedad se generalizó en algunas regiones, pero no en otras”. A la inseguridad en la propiedad se sumó la falta de bienes públicos como pósitos u hospitales proporcionados por la Iglesia en el Antiguo Régimen. Y el Estado “liberal”, aquí como en muchos otros países, empezó una tendencia creciente que continuaría hasta hoy.
¿Se habrían acometido las reformas positivas hacia una sociedad liberal y moderna sin las Guerras Napoleónicas? Esa es la pregunta del millón, que es como llamamos familiarmente a una vieja compañera: la ignorancia.