La ex presidenta chilena Michelle Bachelet dijo: “la igualdad, solita, no se da”. Buen resumen del antiliberalismo contemporáneo: las cosas buenas no se dan “solitas”, no se dan si se deja a las mujeres y los hombres en paz y libertad, con lo cual, claro está, no hay que dejarlos.
Como desarrollamos Juan Ramón Rallo y un servidor en el libro El liberalismo no es pecado, de inminente aparición en Deusto (http://planetadelibros.com/l-60880), la modernidad perpetró una sutil pero radical distorsión al pasar de la igualdad ante la ley a la igualdad mediante la ley. Esta mutación arrebató a la justicia uno de sus símbolos cruciales, la venda delante de sus ojos, y desvirtuó la noción de derecho, que en vez de ser generado gradual y evolutivamente por las personas en sus contratos voluntarios pasó a ser concesión pronta y graciosa del poder a cambio de violaciones crecientes de la libertad. Por eso los intervencionistas se llenan la boca con la “extensión de derechos” cuando en realidad lo que hacen es extender obligaciones.
De ahí las cuotas femeninas, que degradan a las mujeres y cuestionan su dignidad para poder hacer lo que ya estaban haciendo con éxito: salir adelante con su esfuerzo y mérito. Pero cuando Bachelet o su subordinada Bibiana Aído hablan de “promover” el papel de la mujer no hablan de la mujer libre.
Con la nueva igualdad no hay límites a la política, y por eso es una igualdad esencialmente antiliberal. Asimismo, como tiene resultados a menudo extraños y contraproducentes, el pensamiento único utiliza esos resultados no para cuestionar el intervencionismo sino para profundizarlo. Lo vimos en los países nórdicos, con altos impuestos pero con privilegios, cuotas y subsidios para promocionar a las mujeres ejecutivas: la respuesta de muchas mujeres ha sido renunciar a los puestos directivos y acudir mayoritariamente al sector público, con salarios más bajos pero más tiempo libre (“Las misteriosas ejecutivas nórdicas”, en Panfletos Liberales II, págs. 194-5).
Y todo se deriva de la mencionada distorsión de conceptos clave como igualdad, derecho y justicia, que pasaron, como todo, a utilizar el apellido “social”. Por eso Bachelet cree que como la igualdad, solita, no se da, entonces es bienvenida la coacción, como si la violación de la libertad, solita, no fuera mala.
La igualdad secuestrada es eje de la política contemporánea, que pretende quebrar la resistencia ciudadana mediante el miedo a la libertad: de ahí, por ejemplo, el camelo de que debemos seguir renunciando a nuestros derechos en el altar del poder político para defendernos de “los mercados”, o que la desregulación (o sea, la libertad) provocó la crisis. Bachelet condensa la ceremonia de la confusión cuando proclama: “me hice política porque no puedo tolerar la injusticia”. Nótese que no se hizo jueza.