Sintetiza la arrogancia racionalista una frase que habrá escuchado y leído usted en muchas ocasiones y con diferentes variantes: “No hay recetas mágicas, pero el primer paso para resolver un problema es planteárselo”.
La corrección política se agolpa en torno a estas dos ideas, razonables cuando se trata de personas concretas, pero las aplica para cualquier asunto colectivo, real o inventado, desde la desigualdad hasta el clima. Su conclusión siempre es que estamos ante un problema grave y que se agrava, que es culpa de las mujeres y los hombres libres, que es imprescindible hacer algo, y ese algo es que el Estado debe subir los impuestos y recortar aún más el derecho de los ciudadanos a disfrutar de y contratar con sus propiedades.
La conclusión es inapelable, desde el comienzo mismo: hay recetas, pero no son mágicas. Es decir, hay alguien que sabe, un médico, que extenderá una prescripción a la persona que no sabe, pero que deberá estar dispuesta a obedecer, por un lado, y a no esperar milagros, por otro.
Si se presenta una prescripción facultativa es obviamente porque existe un mal, y ante el mal la inacción es no solo inconcebible sino moralmente reprobable. Y ya tenemos, hábilmente trasladado desde el individuo a la sociedad el tridente socialista, la letal combinación antiliberal de la ciencia, la moral y el llamado a la acción, que pincha, debilita y desactiva cualquier intento de resistencia ante la usurpación política y legislativa de derechos y libertades individuales.
Pero la sociedad no es una persona, sino un orden distinto y complejo, tanto más complejo cuanto más moderno es. La aplicación a ese orden de categorías y esquemas intelectuales válidos para cada uno de nosotros individualmente es equivocada y peligrosa: es equivocada porque no responde a la realidad, y es peligrosa porque tiende a crear males mayores.
Esta es la historia del socialismo en todas sus acepciones, desde las más vegetarianas hasta las más carnívoras. Y la historia del liberalismo, desde Smith hasta Hayek, ha sido la de señalar los errores y los riesgos de quienes simplifican los problemas creyendo que los comprenden perfectamente. Esta es la fantasía primigenia, “el primer paso es plantearse el problema”, como si el poder fuera un médico y la sociedad una persona enferma que ha de ser diagnosticada.
Seguirán otras ilusiones, como el creer que podemos confiar en autoridades y elites de expertos y burócratas, que detectan los males, que certeramente los atribuyen a nuestros tratos y contratos voluntarios, y que están convencidos de que las soluciones que aplicarán nunca generarán más costes y contrariedades aún más acuciantes que las que se pretende solventar.
El próximo lunes lo ilustraremos con el caso del nuevo darling del pensamiento único: Ray Dalio.