Franklin Delano Roosevelt pronunció muchos discursos excelentes. Mi favorito es el del New Deal, del 2 de julio de 1932.
Esta joya de la demagogia antiliberal empieza invitando a “renovar la marcha por el camino del progreso real, la justicia real, y la igualdad real para todos”. A continuación, se da la vuelta, porque no es para todos: algunos quedan excluidos, pero son pocos, los malos, “la minoría favorecida” que asocia con imperialistas y ricos privilegiados. Usurpa el término “liberal”, como harían los anglosajones hasta hoy, asociándolo con intervencionista y utilitarista: “nuestro partido debe ser de pensamiento liberal, de acción planificada, de perspectiva internacional ilustrada, y del mayor bien para el mayor número de nuestros ciudadanos”.
La crisis económica tenía un culpable, “el beneficio de los empresarios fue enorme”, y una víctima: “el trabajador fue olvidado”. El retrato populista de la sociedad dividida es perfecto, como lo es el señalamiento del gran salvador, el Estado, que según FDR cobró pocos impuestos, en beneficio de grandes capitalistas y banqueros. Rápidamente aclara que él no está a favor de subir los impuestos: hay que reorganizar la administración y “suprimir organismos innecesarios”. Eso preparó el terreno para un gran aumento de la presión fiscal sobre el conjunto de los ciudadanos. Prometió “proteger los ahorros del país” frente a “bandidos” y “grandes financieros”, y arrasó con esos ahorros.
Su solución milagrosa fue más gasto público financiado con más deuda para que fuese “sostenible”. Apoyó el proteccionismo arancelario, pero “razonable”. Y reducir la jornada laboral y expandir el Estado para proteger al débil; si algunos economistas protestan, hay que responder: “las leyes económicas no son dictadas por la naturaleza, sino por los seres humanos”. La idea, claro, es que el Estado puede hacer lo que quiera con la economía, si es para “aliviar el sufrimiento” y en contra de los “beneficios de la especulación” para conseguir una distribución de la riqueza “más equitativa”.
El New Deal, que anunció entonces, fue un éxito propagandístico sin parangón, como lo prueba el hecho de que tanta gente siga creyendo que también fue un éxito económico. Brillantísimo colofón de esta pieza maestra fue su párrafo final, que consagra el colectivismo mediante la retórica bélica y religiosa, y los compromisos que funden al pueblo con su líder mesiánico en amplios horizontes que trascienden la política vulgar: “Os prometo, me comprometo, a un nuevo acuerdo para el pueblo americano. Que todos nosotros aquí reunidos seamos profetas de un nuevo orden de capacidad y coraje. Esto es más que una campaña política, es un grito de guerra. Dadme vuestra ayuda, no sólo para ganar votos sino para ganar esta cruzada que recuperará América para su propio pueblo”.
En esos años 1930, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando ambos se guardaban mutua admiración, Mussolini definió a Roosevelt como “un verdadero fascista”.
Genial, como de costumbre profesor, ambos dirigentes muy buenos fascistas, y base de nuestro pensamiento único actualmente imperante en la vieja y cuasi podrida Europa.