El emperador Diocleciano expandió el gasto público militar y ornamental, la burocracia, y los impuestos. La moneda fue envilecida para obtener recursos para el Tesoro, y la inflación subsiguiente fue atribuida a (vamos, ¿no lo adivina usted?) la avaricia de los especuladores.
Los denarios, como sucedería con el vellón en España mucho después, fueron depreciados en su contenido de plata y pasaron a ser de cobre. Diocleciano emitió monedas más y más devaluadas y los precios se dispararon. Entonces decidió fijar precios y salarios en su infausto edicto del año 301. Un millar de precios fueron controlados por ley. La pena para los infractores era la muerte, pero las mercancías desaparecieron. No había billetes entonces; de haberlos habido, Diocleciano les habría quitado tres ceros, como su colega Nicolás Maduro. En fin, cuatro años después Diocleciano abdicó por motivos de salud. El precio del oro había subido un 250 por ciento.
He relatado este episodio a menudo como el origen de la historia triste de la manipulación monetaria por parte de las autoridades. Por eso pido disculpas, porque fue sin duda un desastre, pero no fue el primero, como se ve en Forty Centuries of Wage & Price Controls, de Robert L. Schuettinger y Eamonn F. Butler, que el Instituto Mises reeditó en 2009.
Ya en la Quinta Dinastía de Egipto, a principios del siglo XXV antes de Cristo, el Estado egipcio vigilaba y controlaba las cosechas de cereal. El proceso fue intensificando la intrusión de las autoridades, que al final se apropiaron de la tierra y la arrendaron a los campesinos. Había un ejército de inspectores que vigilaban los precios y los salarios, aplicando crueles torturas a los infractores. La consecuencia fue, como era de esperar, la reducción de la oferta, el abandono de los campos y la miseria. Dijo el historiador Jean-Philippe Levy: “La economía egipcia colapsó, y lo mismo hizo su estabilidad política. La crisis financiera fue permanente. La moneda se depreció. El comercio de Alejandría declinó. Los trabajadores, molestos por las condiciones que se les imponían, abandonaron sus tierras y desaparecieron”.
En Babilonia, el Código de Hammurabi, del siglo XVIII antes de Cristo, impuso un rígido sistema de control de salarios y precios, lastrando la actividad económica. En la China de Confucio, en el siglo VI a.C., también hubo controles, también con malos resultados. La cosa se repitió en Grecia. Y en Roma empezó en el siglo V a.C., es decir, doscientos años antes de Diocleciano. Siempre salió mal.
La única excepción de la Antigüedad fue Sumeria. En el siglo XXIV a.C. Urakagina, rey de Lagash, relajó los controles, frenó los abusos de la burocracia, y la economía prosperó. De esa época es la palabra amargi, cuyos caracteres son el símbolo del Liberty Fund, la gran institución liberal estadounidense. Con razón, porque es la primera expresión en la historia de la palabra “libertad”.
Un desastre pero, como la Economía aún se había «inventado», Diocleciano pasaría a Historia como infame por la persecución a los cristianos (y por su palacio en Split).