El admirable médico, psiquiatra y ensayista inglés que escribe bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple es un referente del pensamiento crítico de nuestro tiempo. Ha sido capaz de desafiar dogmas y lugares comunes, y de señalar problemas de fondo de la civilización, que siempre son asuntos éticos, y de poner en solfa la supuesta superioridad moral de nuestro Sentimentalismo tóxico, como se titula el libro que publicó en Alianza Editorial. Su propia experiencia como terapeuta también ha sido materia de reflexión, y acaba de poner el dedo en una llaga que nadie se atreve a tocar: la sanidad pública.
Nigel Lawson, fue ministro de Economía de Margaret Thatcher, dijo en una ocasión que el National Health Service (NHS) es lo más parecido que hay en el Reino Unido a una religión. Y este es el punto de partida de Dalrymple, que constata que, efectivamente, una mayoría de británicos cree firmemente que la sanidad pública es algo que debe ser protegido como un tesoro, y, al mismo tiempo, que cualquier duda acerca de sus virtudes es herejía. “El mito es muy sencillo. Antes de que fuera establecido el NHS en 1948, los pobres ingleses no tenían sanidad. Después, la sanidad fue universal, gratuita y de calidad. Esto constituyó una especie de paraíso igualitario en términos de salud, preferible a cualquier otra cosa que haya en la tierra. El NHS era y sigue siendo la envidia del mundo”.
Los datos, sin embargo, no lo confirman. No se trata de que la sanidad pública sea mala, que no lo es, sino que tampoco es ningún milagro, ni mucho menos gratuito: “Las tasas de supervivencia después de un ataque al corazón son menores en Inglaterra que en los demás países de Europa, y la falta de buenos tratamientos es una de las razones. Lo mismo sucede con las tasas de supervivencia después de un cáncer, que son las más bajas de Europa Occidental”. Para colmo, tampoco la sanidad pública es igualitaria: la diferencia entre la esperanza de vida de los más ricos y los más pobres, que se había mantenido estable durante décadas, empezó a aumentar después de establecido el NHS, y, asimismo, “esa diferencia se amplió cuando el gasto público en sanidad se incrementó considerablemente”.
El doctor recoge el testimonio de organizaciones que defienden la sanidad pública, pero que denuncian su ineficiencia, y se asombra de que un pueblo libre como el inglés no solo la acepte, sino que la aplauda en nombre de la igualdad y la seguridad.
Es verdad que el análisis de Theodore Dalrymple se limita al Reino Unido, pero creo que sus reflexiones podrían ser extendidas con provecho a otros países, incluido el nuestro.