Cultura anticapitalista

Es raro encontrar elogios a la economía libre en el mundo de la cultura, siempre propenso a la “fatal arrogancia” de pretender organizar la sociedad desde el poder. Proliferan, en cambio, ejemplos de anticapitalismo. Uno especialmente brillante es Dirty Money, que lleva dos temporadas en Netflix, y que he visto aconsejado por Rosa Belmonte, amiga y compañera de “Más de Uno” en Onda Cero.

Se presentan como documentales, producidos por Alex Gibney, que, como era de esperar, es uno de los muchos triunfadores anticapitalistas del mundo de la cultura que vive literalmente de cine bajo el capitalismo, con premio Oscar incluido.

Como es sabido, o al menos se sospecha que lo dijo Unamuno, lo único que es peor que la mentira es la media verdad. Y en Dirty Money la media verdad es la protagonista. Entiéndase bien: no se trata de tener opiniones distintas. Eso es lo normal. Se trata de que la serie ignora aspectos de las propias cuestiones que denuncia y que no son secretos, sino más bien al contrario.

Por ejemplo, que en la burbuja que finalmente explotó en Wells Fargo tuvieron que ver las políticas monetarias expansivas de la Reserva Federal. O que las maniobras de Jared Kushner, el yerno de Trump, derivaron de una intervención política en el mercado del alquiler, que en Nueva York como en el resto del mundo genera ineficiencias e injusticias. En efecto, las “stabilized rents” neoyorquinas, como las rentas antiguas de Franco o las intervenciones en los alquileres supuestamente progresistas de nuestros días, son presentadas como bienes sin mezcla de mal alguno, ignorando olímpicamente sus costes para los propietarios y los contribuyentes.

El escándalo del sirope canadiense –analizado aquí– es presentado como ejemplo de pura codicia, pasando por alto que fue alimentado por el control intervencionista del mercado y los precios.

En el caso de la farmacéutica Valeant se oculta la clave del negocio. La estrategia de la compañía era comprar un medicamento que no tenía nadie más, y a continuación aumentar su precio, embolsándose cuantiosos beneficios. El documental deja clara su condena a la voracidad capitalista, sin preguntarse lo obvio: ¿cómo es posible que ante la subida de los precios no hayan aparecido competidores, como sucede en cualquier mercado? La respuesta es conocida: porque lo impiden los burócratas y los políticos, que tardan años en aprobar los medicamentos. Pero de eso no se habla, porque lo que interesa es mostrar a Hillary Clinton como una heroína frente a los malvados “especuladores”.

Hay más ejemplos, pero los mensajes van todos en la misma dirección: las empresas son malas; sus ganancias benefician a los inversores, pero no a la sociedad; la propiedad privada es cruel; y el capitalismo, perverso.