Tras el inquietante, en varios sentidos, debate presidencial en Estados Unidos, recordé a Calvin Coolidge, que tiene mala fama porque fue liberal. Durante su vida política, y sus años en la Casa Blanca, de 1923 a 1929, se le criticaba por otros motivos, como su laconismo y su aspecto adusto.
Después lo censuraron porque la política, los medios y la opinión giraron hacia el antiliberalismo, y empezó a parecer absurdo un mandatario no intervencionista como Coolidge, que no quiso aumentar los subsidios a la agricultura sino bajar los impuestos, defendiendo como un Laffer avant la lettre que la menor presión fiscal promovía la recaudación. Fue absurda la crítica que se le hizo de haber generado la crisis de 1929, en la que la política monetaria expansiva fue principal responsable.
En Dinero y poder en el mundo moderno, 1700-2000, Niall Ferguson recoge algunas muestras de la visión liberal de Coolidge: “No hay nada más fácil que gastar el dinero público. Al parecer, no es de nadie. La tentación de gastarlo en alguien es irresistible”.
Y sobre la crucial relación entre libertad y responsabilidad dijo lo siguiente: “Demandamos una completa libertad de acción, pero esperamos después que el Estado de forma milagrosa nos salve de las consecuencias de nuestros propios actos… Ahora bien, la única forma de que el Estado pueda hacerse completamente responsable de nosotros es renunciar a la libertad y sustituirla por una dictadura”.
Esta idea de que el intervencionismo garantista del Estado socava la libertad de los ciudadanos, que recogió Hayek en Camino de servidumbre, tuvo otros defensores, como el político británico Roy Jenkins, que dijo en 1976: “No creo que se pueda subir el gasto público por encima del 60 % y preservar a la vez los valores de una sociedad plural con una adecuada libertad de elegir. Nos acercamos a una de las fronteras de la socialdemocracia”.
Siempre existió, por supuesto, la tradición intelectual contraria, por ejemplo, el mercantilismo defendió la expansión del gasto y la deuda con argumentos tan peregrinos como los del mercader y banquero holandés, Isaac de Pinto, quien sostuvo que la deuda pública estimula el crecimiento “porque, como no vence nunca, y no afronta un momento crítico y temible, es como si no existiera”. Schumpeter lo clasificó entre los muchos autores en los que “el juicio y la opinión prevalecieron abrumadoramente sobre el análisis”.
Convendría reivindicar a Coolidge. Por cierto, a quienes fantasean con que el liberalismo nunca puede ser popular les podemos recordar que el pueblo respaldó siempre a Calvin Coolidge. Se presentó a varias elecciones: representante y luego senador de Massachusetts, alcalde de Northampton y gobernador de Massachusetts, y vicepresidente y presidente de los Estados Unidos. Las ganó todas.