Parafraseo a Vicente Llorens para señalar un peligro moderno: la fantasía de que la sociedad puede ser cambiada por el poder de arriba abajo sin otras consideraciones que no sean colectivas. Desde la Revolución Francesa hasta el comunismo, que admiró siempre, desde Lenin y Stalin hasta el Pablo Iglesias de Podemos, y no por azar, a los progresistas de la guillotina, la moderna Ilustración consideró que las instituciones eran, en el mejor de casos, frívolos adornos de los que cabe prescindir o mutilar sin coste alguno, y en el peor, obstáculos a la mejoría social que era imprescindible remover.
Por eso, y a pesar de la caída del Muro de Berlín, el estatismo sigue siendo la gran fuerza política de nuestro tiempo, y está presente en todos los partidos y opciones políticas: nadie le hace realmente frente en el sentido de disputarle ese terreno crucial de la preservación de las instituciones. Reveladoramente, lo único que los antiliberales anhelan conservar es lo que no es humano: la naturaleza. Ante la manida objeción de que las instituciones no pueden ser petrificadas para siempre, la respuesta estriba en el matiz, que puede ser colocado en la libertad o en la coacción. Del primer caso tenemos un ejemplo en las Reflexiones de Burke: “En líneas generales, comprobamos que las antiguas instituciones eran favorables a la moral y la disciplina, y también que eran susceptibles de reforma sin anular sus fundamentos. En este como en la mayoría de los otros asuntos de Estado, existe un punto medio. Hay algo más, aparte de las alternativas de la destrucción absoluta o la negación de todo cambio. Mi modelo de político sería alguien que combinara la predisposición a preservar y la capacidad de mejorar. Cualquier otra opción es vulgar en su concepción y peligrosa en su ejecución”.
El espíritu romántico arrasó con la prudencia de esta clase de mensajes. El mundo estaba ahí para ser cambiado y mejorado, no para ser conservado: de esta actitud se deriva la propia y arrogante noción de “progreso”, y el recelo ante el conservadurismo, que fue incapaz de competir con una ola racionalista que no sólo aspiraba a cambiarlo todo, sino que para hacerlo se revistió de dignidad moral, como, típicamente sucedía y sucede con el desprecio al comercio, la empresa y el beneficio. Así se lamentó Wordsworth en 1817, del mismo modo en que lo hacen ahora los enemigos de la libertad de variado pelaje: “Hoy todo se ofrece en el mercado y se vende al mayor precio posible”.
La economía, a pesar de la prudencia de Adam Smith y la única Ilustración liberal, la escocesa, cayó víctima de esta “fatal arrogancia” de pretender transformarlo todo desde la inteligencia. Por eso el mismo Burke, en 1793, ante la muerte de María Antonieta, lamentó la llegada de “los sofistas, los economistas y los calculadores”, que habían causado “que la gloria de Europa se extinguiese para siempre”.
(Artículo publicado en Expansión.)