Mientras el coro de la corrección política arrecia en sus advertencias y ataques contra las criptomonedas, sospecho que la tendencia de fondo no apunta a que el Estado elimine el bitcoin sino a que se lo quede.
La razón es doble. Por un lado, el Estado puede ingresar en un proceso de deslegitimación monetaria, por ejemplo, cuando, después de una década de crecientes regulaciones bancarias, se produzca una nueva crisis, que se producirá. En ese momento, la excusa de que los males se deben a la desregulación, que ya era mentira antes, será una mentira más difícil de colar.
Por otro lado, y análogamente peligroso para la legitimidad del poder, las monedas digitales pueden proliferar, estabilizarse e incluso ganar valor. Si sucede eso, quedaría probado, una vez más, que el dinero no es un invento político sino una creación del mercado (cf. C. Menger, “El origen del dinero”, en J. Segura y C. Rodríguez Braun eds., La economía en sus textos, Taurus).
La forma en que el Estado podría sortear estas dificultades también es doble: propaganda negativa y propuesta positiva. Ya hay movimientos en ambos sentidos.
Las autoridades monetarias de los principales países del mundo previenen al público sobre los peligros de las monedas digitales. Los medios de comunicación, fieles al pensamiento único, e incapaces de concebir que pueda organizarse la economía, y menos aún las finanzas, en libertad, secundan y amplifican los anuncios. Los ciudadanos reciben sin cesar mensajes que asocian criptomonedas con volatilidad, inseguridad, estafas, crimen organizado, etc. Como si los antecedentes de las monedas estatales fueran impecables en esos apartados.
Las propuestas concretas no han saltado aún a la política y los medios, pero lo harán, como lo ha hecho la recomendación de acabar con el dinero en efectivo, idea con la que el bitcoin público está vinculada (cf. “Maldito parné”).
Una forma que podrán adoptar dichas propuestas es presentarse como liberales, y apropiarse de la idea de la reserva del 100 %, de forma tal de impedir a la banca crear dinero a partir de sus depósitos. Es una idea antigua, que Ludwig von Mises replanteó en 1912, y varios economistas norteamericanos propusieron en los años 1930 (cf. el cap. IX del libro de Jesús Huerta de Soto: Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, Unión Editorial).
Pero las propuestas no serán mayoritariamente liberales sino intervencionistas: no plantearán la abolición de los bancos centrales sino la supresión del dinero digital privado, previamente demonizado, y su usurpación por el poder político –la maniobra acompañará a la mencionada persecución del dinero en efectivo en manos privadas.
Sería algo parecido a lo que sucedió hace un siglo con el patrón oro. El monopolio monetario del Estado se reforzaría: los malvados bancos privados ya no crearían dinero mediante los depósitos, con sus riesgos de burbujas, sino que lo haría sólo el banco central emitiendo dinero digital público.
El Estado apoyaría entusiasta el proceso por la misma razón por la que creó los bancos centrales: para financiarse con facilidad. La opinión pública sería convenientemente intoxicada con las grandes ventajas que tendría esa nueva nacionalización del dinero, y los beneficios que todos obtendríamos del aumento del gasto público gracias al mismo. Y se olvidaría que el bitcoin estatal pulverizaría la característica central del bitcoin: que no puede emitirse en exceso.