Una periodista del Financial Times desveló el escándalo del Presidents Club de Londres y su fiesta benéfica, en la cual los asistentes, sólo hombres, se propasaron con las azafatas de forma reprochable siempre y repugnante en algunos casos. El asunto se cobró una dimisión entre las autoridades, y el club se ha disuelto. Algunas de las organizaciones receptoras de las donaciones procedieron a devolverlas.
El asunto parecía tan claro que nadie percibió que la redistribución de los recursos es objeto de certezas morales en unos casos, pero no en otros.
Supongamos que alguien hubiese dicho que tampoco fue para tanto y, después de todo, el resultado del manoseo de las azafatas fueron miles de libras esterlinas destinadas a causas nobles y solidarias en el Reino Unido.
Jamás habríamos aceptado ese argumento. De hecho, nos llenaría de cólera que alguien nos enfrentara a semejante chantaje, y recurriríamos a una venerable delimitación moral: el fin no justifica los medios. En efecto, no los justifica, y la ayuda a los más pobres es inaceptable como excusa de conductas impúdicas y vejatorias. El manoseo a las azafatas fue inmoral, independientemente de si se produjo en un contexto que a su vez se tradujo en la promoción de una buena causa.
Fue inmoral por una razón obvia: cada azafata es propietaria de su cuerpo, y nadie puede manosear a nadie que no desee ser manoseado por esa persona en concreto. No importan los efectos benéficos que los tocamientos puedan generar en terceros, por más necesitados que estén. Tituló un periódico sobre la bacanal en cuestión: “El pecado de la City”. Eso es lo que fue. Y no hay más discusión. No puede haberla. Punto final.
Naturalmente, toda esta invulnerable certeza moral se derrumba si en vez de manosear a las azafatas se hubiese tratado de manosear sus carteras con objeto de redistribuir a la fuerza su dinero hacia las personas más vulnerables de la sociedad.
Un momento, dirá usted. La moral es la moral, siempre. La cartera de las azafatas es propiedad suya igual que su cuerpo, y nadie puede violarla. ¿Está claro?
Pues no sé qué decirle, la verdad, porque esa violación es la que perpetran los Estados redistribuidores, particularmente en Europa; más aún, esa violación es el principal instrumento por medio del cual legitiman política, democrática y hasta éticamente su propio poder coercitivo, y reclaman por ello el aplauso sincero de la comunidad, una comunidad que en su mayoría no desea pagar los impuestos que los Estados le cobran.
Dirá usted: si unos indecentes se propasan con unas azafatas, ello es muy diferente de si viene Montoro, que es un santo, y solo se propasa con sus carteras. En ambos casos se trata de infringir un derecho, en contra de la voluntad de las víctimas, y por una buena causa social. Pero no es lo mismo, moralmente no es lo mismo, lo que resulta muy claro porque, porque, porque, porque.