Aranceles, historia y dinero

Los aranceles fueron establecidos en Estados Unidos por el primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, en 1789. Y desde entonces ha habido allí proteccionismo —como antes y después en buena parte del mundo— con algunos hitos siniestros como la Ley Smoot-Hawley de 1930, que cerró la economía americana y contribuyó a profundizar la Gran Depresión.

Ahora bien, la historia del proteccionismo tiene un aspecto monetario que no conviene olvidar. En efecto, hasta el último siglo los aranceles fueron impuestos en contextos monetarios metálicos, con patrón oro o tipos de cambio fijos. En ese contexto, como señalan B.M. Salama y L.Zelmanovitz en Law & Liberty, “los aranceles pueden en algunas circunstancias reducir el desequilibrio de la balanza comercial, pero solo mediante ajustes internos —como presiones deflacionarias o una contracción de la demanda local— y no a través de la depreciación de la moneda”.

Esto cambió radicalmente desde que el patrón oro fue suprimido en los pasados años treinta, y mucho más desde que Nixon desvinculó al dólar del oro en 1971. Las finanzas internacionales quedaron sin ancla, y el dinero quedó a completa merced de unos entes públicos que supuestamente garantizan el mantenimiento de su valor: los bancos centrales.

Nunca cumplieron con su misión, claro, aunque conservan un aura de sabiduría y solvencia que jamás sería creíble en ninguna otra institución que nos obligara a emplear algo que ella misma se ocupa de estropear.

En todo caso, ya no hay restricción exógena a la política monetaria, y los desequilibrios exteriores se abordan mediante devaluaciones, o con aranceles, lo que en el caso de Estados Unidos es particularmente contraproducente, porque presionan al alza la demanda de dólares y aprecian el tipo de cambio, neutralizando así los intentos de fortalecer artificialmente la competitividad de la economía.

El proteccionismo tiene tres atractivos: apela a impulsos nacionalistas, ampara a corto plazo a empresarios locales no competitivos, y aumenta los ingresos públicos. Nada de esto resulta recomendable o perdurable, y mucho menos si las barreras arancelarias tienen una consecuencia tristemente habitual, que son las represalias análogas en otros países. Salama y Zelmanovitz concluyen: “Los aranceles sobre las importaciones no restauran la competitividad de los productores americanos bajo un sistema de tipos de cambio flexibles”. La solución pasaría por una Hacienda saneada mediante reducciones del gasto público y mercados más abiertos, que promovieran el crecimiento de una forma genuina, y no mediante el ingenuo espejismo que confía en cerrar las puertas para ayudar a quienes se refugian detrás de ellas. Eso no ha funcionado bien nunca, y nada permite concluir que funcionará ahora, aunque pueda satisfacer la demagogia nacionalista de los antiliberales de toda condición.