Al revés que el príncipe de Maquiavelo, el ideal del poderoso en la era democrática es ser amado y temido, pero sobre todo amado, como logra el Gran Hermano al final de 1984. Eso explica la aparente paradoja de que la nuestra sea la única época de la historia en donde una creciente presión fiscal no concita violentas revueltas.
Tal como recuerda Niall Ferguson en The cash nexus, hubo impuestos desde la Antigüedad, y siempre fueron odiados, pero en la Francia del siglo XVIII llegaron casi al 40 por ciento del PIB: esta fue una de las causas principales de la Revolución Francesa –y es la imposición que soportan hoy numerosos países del mundo sin rechistar demasiado.
El principal capítulo del gasto público fue tradicionalmente la guerra, y por eso el siglo liberal por excelencia, el relativamente pacífico siglo XIX, “fue también un siglo en el que la presión fiscal bajó a mínimos históricos en la mayoría de los países”. Ahí está la clave del siglo XX, en el cual el gasto creció considerablemente después de las guerras mundiales. El Estado consiguió doblegar el liberalismo decimonónico y su sustrato ideológico: la desconfianza hacia el poder y el aprecio por la propiedad, la libertad y la responsabilidad individuales.
La expansión de la política fue facilitada por dos innovaciones fiscales muy importantes: la primera fue la generalización de las retenciones, que dificultaban la comprensión precisa de quién estaba pagando qué en el juego de la redistribución; y la segunda fueron los bancos centrales, presentados como garantes de los depósitos, pero que en realidad sirven para colocar masivamente la deuda pública a través de la banca y empobrecer a los ciudadanos mediante el impuesto oculto de la inflación. Esa deuda pública, a la que tanto temían con razón los liberales clásicos, desde Smith hasta Kant, ha crecido junto con la presión fiscal en medio de absurdos clamores en contra de un supuesto ultraliberalismo que habría desmantelado el Estado.
El problema, en realidad, estriba en que el Estado no puede legitimar su coacción y lograr el amor de sus súbditos si la mayoría de estos percibe que son ellos y no los ricos los que están pagando la cuenta. Entonces explotarán las dificultades del Estado moderno, al que Mancur Olson llamó “bandido inmóvil”: los antiguos saqueadores cobraban una presión fiscal del 100 % pero después se marchaban a saquear otros lugares. Hoy el Estado no puede irse, aunque pueda mudar de piel, como con la Unión Europea. Entonces, para lograr que lo amemos, tiene que convencernos de que nuestros males son culpa nuestra, por nuestro egoísta individualismo, y el irresponsable apego a lo nuestro. Igual lo consigue. En ello está.