La cuarta temporada de la exitosa serie Borgen demuestra que algo está correcto en Dinamarca: la política.
Este diagnóstico podrá sorprender, porque la creación de Adam Price siempre fue considerada una versión más cruda y menos ingenua que El ala oeste de la Casa Blanca, y porque la opinión más extendida entre las reseñas de la última entrega de Borgen es que, casi una década después de finalizada la tercera temporada, ahora el retrato de la política es más cínico y pesimista.
Por supuesto que la política vista por Aaron Sorkin es políticamente correcta –https://bit.ly/46TAlhM. Pero Birgitte Nyborg, la protagonista de Borgen, también lo es. Lo que vimos en las tres primeras temporadas fue una sucesión de tópicos progresistas. La carrera de la “moderada” Nyborg se cimenta sobre el “orgullo” por el Estado de bienestar, el ataque al “poder económico”, la desconfianza hacia las empresas y el mercado (que “no resuelve todos los problemas”), la agenda ecologista, la promoción de las cuotas para las mujeres, la crítica a Estados Unidos, la condena a la privatización de los servicios públicos y los recortes del gasto, el rechazo tajante a la reducción de impuestos, etc.
Ciertamente, se muestra a los políticos como seres imperfectos, pero no es casual que la palabra que más utilizaron los críticos para describir a la protagonista fue “idealismo”, y no intervencionismo o socialismo, que eran más precisos.
Son muy escasas las muestras de incorrección política, como cuando Nyborg comprende en la tercera temporada que la prohibición de la prostitución no funciona, porque es una actividad generalmente voluntaria, y las medidas en su contra propician una mayor inseguridad, y no reducen la prostitución.
Por fin, en la cuarta temporada se acentúa la descomposición psicológica y familiar de la protagonista. Ahora bien, aunque el propio Adam Price ha sostenido que su serie es un análisis político, y que el poder “es un veneno que actúa lentamente”, las debilidades de las mujeres en posiciones de mando –porque aquí mandan sobre todo ellas– no cuestionan el sistema, ni a sus ocupantes. La visión de las autoridades (igual que la otra realidad paralela, la del periodismo) puede ser lúgubre, pero, como apuntó The New Yorker, “es claro que los guionistas no se atreven a transformar a Nyborg plenamente en una villana. Quizá ellos también comparten la idea de que incluso una mujer que ostente el poder con defectos es mejor que la alternativa”.
En efecto, a pesar de todo, de su abierto fracaso personal, matrimonial y familiar, y de las contradicciones que comporta el ejercicio de la autoridad, esa autoridad no queda en realidad cuestionada, y el espectador termina prácticamente agradeciendo ser súbdito de esa gente tan sacrificada pero también tan idealista.