Si pudiéramos por fin librarnos de dicho mal, en ese caso, se nos dice o se nos sugiere, nuestros gobernantes podrían incluso rebajar los impuestos sobre los pobres y sobre la clase media. Sería maravilloso, pues, extirpar esos símbolos de la perversión, porque su aniquilación permitiría no sólo golpear severamente a las bandas de la delincuencia organizada sino que también lograría que por fin se instaurara la justicia tributaria: de una vez por todas pagarían más los que más tienen. Muy bien, supongamos ahora que desaparecen los paraísos fiscales, no importa por qué medio; simplemente, imaginemos que mañana no existen más. ¿Qué sucedería?
Si la sociedad sigue como hasta ahora, es decir, si continúa siendo un híbrido de libertad y coacción, y no se convierte el planeta entero en un inmenso campo de concentración, todo indica que la situación se volvería sumamente inestable, y al poco tiempo regresaríamos a un contexto como el actual. Y si la represión aumenta y es efectiva, entonces terminaríamos en un mundo aún peor.
Para entenderlo convendrá recordar el divertido origen de la expresión “paraíso fiscal”. Es una confusión lingüística. En su origen la expresión inglesa, tax haven, quiere decir otra cosa, y hubo quien leyó haven, creyó que era heaven, y acabó por traducir la expresión como paraíso fiscal. No estoy diciendo que un lugar donde no se pagan impuestos no sea un paraíso: naturalmente que lo es. Pero haven quiere decir otra cosa, muy interesante: quiere decir refugio, el sitio a donde vamos cuando nos persiguen. El origen de los paraísos fiscales, pues, no es la propensión del ser humano a perpetrar fechorías sino los altos impuestos. Y, por cierto, la única forma de acabar con ellos sin cargarnos la sociedad más o menos libre es bajar los impuestos.
En una sociedad con algo de libertad la eliminación de los paraísos fiscales daría inmediatamente lugar a la aparición de otros: dada la presión fiscal presente, el incentivo sería demasiado poderoso.
Dirá usted: la gente puede ser perseguida para que pague sin necesidad de convertir el mundo en una cárcel. Si lo han hecho los países nórdicos: ¿por qué no los demás? La respuesta es, en palabras de John Stuart Mill: somos dueños de nuestros actos pero no de sus consecuencias. Si de verdad se consigue acabar con los paraísos fiscales sin generalizar el Gulag, se habría acabado de todas maneras con algo que la historia del socialismo tanto criminal como no criminal ha probado hasta el hartazgo: el incentivo para producir, para ahorrar, para invertir. El resultado del progresista Estado del Bienestar nórdico fue que los propios nórdicos lo frenaron precisamente porque cobraba demasiados impuestos, no a los ricos sino, como suele suceder, a todos los que no pueden escaparse. La mentira de que si logramos que los ricos paguen más entonces pagaríamos menos los demás es eso mismo, una mentira: toda la evidencia empírica apunta más bien en sentido contrario.
Por lo tanto, la eliminación de los paraísos fiscales sería imposible sin que bajen los impuestos, lo que sería paradisíaco pero no sucederá si no baja el gasto público, que es lo que nadie quiere hacer, o sin universalizar una tiranía despótica, en cuyo caso a la pérdida mayor de libertad habría que sumar también el empobrecimiento generalizado, salvo para las elites políticas dominantes.