1 – ¿Qué pasaría si la gente dejara de votar?
Uno de los llamamientos más atractivos de las movilizaciones que conocemos bajo el nombre de 15-M se resume en la consigna: “no les votes”. Es la primera vez que un número más o menos abultado de personas sale a la calle con el objetivo de cuestionar la democracia tal como la conocemos: no reclamaron su supresión, ciertamente, pero es indudable que rechazan esta democracia. A principios de junio los acampados en la Puerta del Sol de Madrid abandonaron por unas horas su vivaqueo sedentario y marcharon por la Carrera de San Jerónimo hasta el Palacio del Congreso. No consiguieron entrar, pero la consigna que gritaron entonces contra los diputados a todo pulmón revelaba su posición con suficiente claridad: “¡no nos representáis!”. Supongamos, pues, que la gente les hace caso y deja de votar.
La cuestión fundamental es: ¿cuánta gente? Y la respuesta es que sólo un número de personas muy por encima del 50 % podría modificar las características de las democracias. Lo sabemos o lo podemos intuir porque la dura realidad es que los ciudadanos despotrican contra sus políticos pero acuden mayoritariamente a las urnas. No pocas naciones registran participaciones electorales del 70 % o más. Países nórdicos como Suecia o la ahora de moda Islandia pueden superar el 80 %, e igual sucede en lugares con historias democráticas recientes, como los antiguos países del bloque comunista, o algunos latinoamericanos.
Es verdad que a medida que la democracia se consolida, la participación electoral tiende a caer, y eso explica por qué ese índice ha disminuido en las últimas décadas, con la generalización de las elecciones libres. Sin embargo, lo cierto es que a pesar de todo, la democracia está legitimada en el planeta por tasas de participación universalmente superiores al 50 %. De hecho, sólo dos países están por debajo: Estados Unidos, ligeramente, y Suiza, bastante más.
Imaginar, por tanto, que la gente deja de votar masivamente es un escenario que bien puede ser calificado de utópico. Ahora bien, incluso aceptando tal diagnóstico ¿qué sucedería si se concretara?
Hay que suponer, además, que esa concreción sería más o menos súbita. En efecto, si la participación baja gradualmente, ya se ocuparían los políticos, por la cuenta que les trae, de detectar la insatisfacción popular e intentar maniobrar para frenar un proceso que desembocaría en otro caso en su propia deslegitimación.
En cambio, si un porcentaje abrumador del censo desoye un día el llamamiento electoral y se queda en casa, esto resquebrajaría de tal modo la legitimación política que acabaría con el gobierno. Sería como una invasión que en un abrir y cerrar de ojos arrasaría con toda la política, la burocracia y la legislación. La política se basa en el logro de la obediencia y el asentimiento del pueblo. Si éste la rechaza de modo tan visible, no habría forma de gobernar como antes.
¿Qué pasaría, pues?
El resultado dependería crucialmente de las razones por las cuales el pueblo soberano mandase a freír puñetas a sus políticos. Hay dos escenarios extremos. Por un lado, el de la libertad. Y por otro, el de la servidumbre.
Si la gente se niega a votar porque ha optado por rechazar la coacción política y legislativa, independientemente de cualquier justificación que ésta pueda esgrimir, estaríamos en la arcadia feliz de los liberales. Si las personas se niegan a utilizar el Estado para violar la propiedad privada y quebrantar los contratos voluntarios, un porcentaje enorme de las actuales Administraciones Públicas desaparecería, y junto con él un porcentaje equivalente de los impuestos, el gasto público, la deuda pública, los controles, las regulaciones, las multas y las cuantiosas intrusiones de la política sobre nuestras vidas y haciendas. Y no sigo, porque rompería a llorar.
Si la gente dejara de votar porque rechaza incluso las dosis de autonomía personal presentes en los sistemas políticos actuales, todos ellos híbridos de libertad y coacción, estaríamos en un sistema similar al actual pero con aún menos libertad. Y por motivos diferentes tampoco sigo, porque también rompería a llorar.