Este nuevo libro de Thomas Friedman, periodista del New York Times, se parece a La tierra es plana, que lo hizo mundialmente famoso a mediados de la década pasada. Igual que entonces, Friedman escribe de manera ágil y entretenida, con intuiciones acertadas y valientes, aunque también con un exceso de ambición y de corrección política. Como sentenció inapelable Osgood Fielding III: “Nadie es perfecto”.
La primera parte es un relato vibrante del espectacular progreso tecnológico de los últimos tiempos, llevado a cabo por genios del saber y genios de los negocios. Muy a menudo, a pesar de las jeremiadas con que nos deprime el pensamiento único, se trató de personas modestas, a veces por debajo de la línea de la pobreza, que finalmente se enriquecen mediante la economía de mercado, es decir, buscando lo que la gente libremente puede elegir comprar.
No le valen a Friedman los dogmas al uso: aprecia sobre todo el valor de las empresas, incluidas las odiosas multinacionales, que son grandes creadoras de riqueza y empleo, y que están siempre al borde del conocimiento técnico: “Al contrario que los gobiernos, estas compañías no pueden estancarse o paralizarse por resentimiento, como hace el Congreso de Estados Unidos, o dejar escapar siquiera un solo ciclo tecnológico. Si lo hicieran, morirían. Y morirían rápido”.
Después aborda la globalización, como una secuela o compañía del progreso técnico, pero con énfasis en el dinero que se puede ganar haciendo ganar a los ciudadanos, mediante la reducción de los costes.
Puede uno llegar casi a la mitad del libro y el Estado prácticamente no aparece: toda la historia gira en torno al vigor de la sociedad civil, de las mujeres y hombres libres trabajando y montando negocios en el mercado. Si menciona el papel del Estado es, por ejemplo, porque el gobierno indio subsidia la compra de tabletas de bajo coste —ya nos gustaría que los políticos y los burócratas que tanto han hecho para empeorar nuestra educación se dedicaran sólo a eso.
Una vez explicado el poder creador del ser humano, con casos muy notables de avances de todo tipo, incluida la economía colaborativa, empieza a hablar del medio ambiente, y el libro parece otro.
Incurre, en efecto, en tópicos alarmistas sobre la catástrofe que los humanos perpetramos contra la “madre naturaleza”; repite la venerable e insostenible tesis de que una mayor población es un “problema”; y recae en la esperable receta: “imponer un impuesto sobre el carbono para generar inversiones en electricidad limpia y eficiencia”.
Afirma que el cambio climático conduce a callejones sin salida para la gente en África, precisamente el continente donde millones de personas han dejado atrás la pobreza, lo mismo que sucedió antes en los países ricos, que cuando se desarrollaron asignaron eficazmente recursos para proteger la naturaleza y el medio ambiente. Le falta a Friedman en el caso de la economía lo mismo que le falta en la ecología: se ofusca tanto en las dificultades que no ve la posibilidad de las soluciones, que precisamente pasan por el progreso que tan acertadamente describe y aplaude en la primera parte del libro.
Tras demasiadas páginas políticamente correctas, que incluyen la defensa del mercado junto a la contradictoria exigencia de la redistribución política de la riqueza, el libro se cierra con un retorno a su Minnesota natal, que recupera el espíritu liberal norteamericano que describió Tocqueville hace dos siglos. En ese ámbito de colaboración a escala local empezó Friedman a apreciar a la gente que se esfuerza y emprende. Sin embargo, la deficiencia de su análisis de las instituciones lo lleva a saltar de esas comunidades directamente a la defensa del Estado moderno. Es un temerario salto sin red.