Socialismo y hambre

Los comunistas jamás negaron que su sistema produciría víctimas, pero insistieron en que serían escasas en número y abundantes en culpas. Por otro lado, ante las consecuencias negativas del comunismo, alegaron que no se derivaban de las ideas socialistas sino de malas personas que se desviaron de las mismas. Frank Dikötter, profesor en las Universidades de Londres y Hong Kong, prueba lo contrario en su libro La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962), que publica Acantilado.

El quinquenio posterior a 1958 fue llamado “Gran Salto Adelante”, y su objetivo fue demostrar la superioridad del socialismo sobre el capitalismo. Así como los rusos, adelantados entonces en la carrera espacial, predijeron que su economía dejaría atrás a la estadounidense, los comunistas chinos prometieron elevar el bienestar de su pueblo por encima del disfrutado por los británicos. Y en apenas cinco años arrastraron a la muerte como mínimo a 45 millones de personas.  Cabe refutar de entrada la reivindicación de que los socialistas sólo dañan a los ricos. En China, como en todos los países comunistas, fue al revés: “quienes más sufrieron fueron los débiles, los vulnerables, los pobres”.

La intimidación política no tuvo freno: “El régimen se fundamentaba en el terror y la violencia”. Pronto comenzó la represión, que iba a durar décadas y que se concretaría ya en esos años en multitud de asesinatos, torturas y desapariciones, y en siniestros campos de concentración.

Pero el grueso de las víctimas murieron de hambre, un hambre que no fue producida porque los déspotas chinos no fueran comunistas sino precisamente porque lo fueron, y acabaron con el capitalismo, aniquilando las dos instituciones fundamentales del mercado: la propiedad privada y los contratos voluntarios.

A poco de conquistado el poder, las huestes de Mao iniciaron la colectivización, que alcanzaría una enorme escala, y la planificación anticapitalista, traducida en delirantes obras públicas faraónicas, tan onerosas como inútiles. Los comunistas, igual que en otras naciones, militarizaron la sociedad. El Gobierno organizó a los granjeros en batallones: “Cortó todos los vínculos con las aldeas e hizo que la tropa viviese al aire libre, durmiera en barracones improvisados y comiese en cantinas colectivas”. Pensaron que así tenían el edén comunista al alcance de la mano, con comida, ropa y vivienda para todos. La militarización tuvo dos resultados inmediatos: uno fue que sólo un grupo pequeño tuvo realmente instrucción militar, y fue un grupo crucial para la represión en la hambruna subsiguiente; el otro efecto fue económico: los salarios se derrumbaron, la gente cobraba una miseria, o nada, cobraba en especie, y el trabajo era forzado.

Se trataba de lograr el socialismo en la agricultura. Y lo lograron: “Destruyeron todos los estímulos para el trabajo que pudiera conocer el labrador: la tierra pertenecía al Estado, los cereales se vendían a un precio que a menudo se hallaba por debajo del coste de producción, el campesino ya no era propietario ni del ganado ni las herramientas y los utensilios, y a menudo le habían confiscado hasta la vivienda”. Apareció la escasez de alimentos, y la solución comunista fue la típica: castigar a los trabajadores. El responsable de la agricultura, Tan Zhenlin, arengó así a los dirigentes del Partido en octubre de 1958: “Tenéis que luchar contra los campesinos. Si tenéis reparos en coaccionarlos, es que estáis afectados por algún error ideológico”.

Pero a pesar de la propaganda, en la que siempre han sido tan diestras las izquierdas, fue imposible tapar la verdad totalmente dentro y fuera del Partido. Entonces las autoridades pretendieron que “el Gran Salto Adelante era una campaña militar en la que se luchaba por un paraíso comunista en el que un futuro de abundancia al alcance de todo el mundo compensaría ampliamente el sufrimiento actual de unos pocos”. A la socialización del campo se sumó la necesidad de exportar más alimentos para pagar las masivas importaciones de bienes de equipo para la industrialización. Llegaron a imponer el ayuno y el vegetarianismo.

La hambruna generalizada fue acentuada por el gobierno comunista, que arrebató a los campesinos sus cosechas: “El mismo Mao había promovido que las requisas fueran más grandes de lo habitual, en un tiempo en el que se sabía muy bien que las estadísticas de las cosechas estaban hinchadas”. Véase el cinismo del llamado Gran Timonel en sus propias palabras: “Cuando no hay comida suficiente, la gente muere de hambre. Merece la pena que la mitad muera para que la otra mitad pueda comer bien”.

El desastre agrícola y ganadero se extendió a la industria, el transporte y el comercio, y por las mismas razones: porque se aplicaron políticas anticapitalistas. La desigualdad, que siempre quieren eliminar los socialistas, se mantuvo en las líneas habituales: sólo vivían bien los jerarcas, con lo que no sorprende este dato: “Al extenderse la hambruna, la afiliación al Partido aumentó”.

El panorama fue asimismo angustioso para niños, ancianos, y mujeres: “La colectivización se había concebido, en parte, para liberar a las mujeres de las ataduras del patriarcado. En realidad, empeoró su situación”. La izquierda presume de defender el medio ambiente, pero “Mao veía la naturaleza como un enemigo al que había que derrotar, un adversario al que había que poner de rodillas, una entidad fundamentalmente separada del ser humano a la que había que subyugar y transformar por medio de la movilización de masas”, dice Dikötter. Proclamó el propio líder al anunciar el Gran Salto Adelante: “Ha empezado una nueva guerra. Debemos abrir fuego contra la naturaleza”. Y la naturaleza fue arrasada en campos, bosques, ríos y vida animal. El anticapitalismo desencadenó, también en China, una catástrofe ecológica sin igual.

La dictadura comunista destruyó todas las instituciones liberales, empezando por la justicia. Lo dijo Mao Zedong con escalofriante claridad: “Cada una de las decisiones del Partido es ley. Siempre que celebremos un congreso, éste se erigirá en ley…no podemos depender de la administración judicial”.

En suma, este notable libro del profesor Dikötter, muy oportuno ahora que algunos celebran el primer siglo del llamado socialismo real, demuestra que las víctimas provocadas por los comunistas en China no fueron unos pocos ricos sino un número espectacularmente elevado de pobres, y no se produjeron porque sus políticas se apartaran de los principios socialistas sino porque los siguieron a rajatabla. Ante esta constatación, a veces la izquierda intenta la estrategia del calamar y recurre al argumento de la simetría centrista, aduciendo que el comunismo es malo pero el liberalismo también. La realidad, y un nuevo paso hacia su descubrimiento es este libro, demuestra que ese argumento es una broma de mal gusto. Mejor gusto tuvieron los trabajadores chinos, que no perdieron el humor ni siquiera bajo las atrocidades perpetradas por los comunistas. Así, un dicho popular en Shangai era: “Todo va bien bajo el presidente Mao; ahora ya sólo nos falta comer”.