Este libro [Matar al huésped] tiene dos virtudes. Una es denunciar el compadreo entre el poder político y los grupos de presión empresarial, en especial la banca. Y la otra es el relato de algunas aventuras político-financieras, como los rescates bancarios en varios países, y las peripecias político-judiciales de otros, como el caso de la deuda argentina frente a los holdouts y el juez Griesa. El autor pudo haber aprovechado ambos puntos fuertes para elaborar un discurso liberal, porque fue precisamente el liberalismo el que denunció primero, desde Adam Smith en el siglo XVIII, lo que llamamos ahora el “capitalismo de amiguetes”, y también las tropelías de los gobernantes a cuenta de la deuda pública.
Por desgracia, sin embargo, esos aspectos positivos resultan ahogados por un texto torrencial y fundamentalmente desatinado, porque Michael Hudson pretende demostrar que nuestros males se deben al mercado libre capitalista, que recomienda aniquilar. No presta prácticamente atención al hecho histórico de que aquello que anhela se ha producido ya, porque el comunismo tiene más de un siglo de una historia siniestra de miseria y crímenes sin cuento.
En lugar de ello, nos presenta una nueva versión de la lucha de clases marxista, vestida de enfrentamiento entre acreedores y deudores. Pero en esencia es el mismo argumento falaz de siempre, que, como siempre, exige distorsionar la realidad para no colapsar.
Asegura que nos domina “la más ostensible ideología de libre mercado”, cuando padecemos los Estados más onerosos de la historia, y que la democracia retrocede, cuando hay más democracia que nunca, y que los bancos mandan sobre los Estados, como si a usted le quitara el dinero Ana Botín y no la Agencia Tributaria.
Un clásico antiliberal es que la libertad no existe, con lo cual todo da igual; véase este yerro que parece calcado de un discurso de Perón: “todas las economías son economías planificadas. La cuestión es ver quién hace la planificación: ¿los bancos o los Gobiernos electos?”. Llega al mercantilismo más pueril: “comprar en el mercado más barato implica que la economía pasa a depender de los productores extranjeros”.
Héroes son para él Roosevelt, Varufakis, los Kirchner o el régimen de Irán, y poco más. Llama mentiroso a Obama, y thacherista a la izquierda. Europa, el continente de los impuestos, es “neoliberal”, y el euro fue diseñado, agárrese usted, por Hayek, y resulta una calamidad porque dejó a “los Gobiernos sin un vehículo para su propia creación de dinero” —podría preguntar en la Argentina o Venezuela. Parece que según Hudson los economistas son todos neoliberales, Piketty incluido.
Mientras fluyen cientos de páginas sin una sola idea sobre el papel beneficioso del ahorro, ni de cómo se crea la riqueza, que parece producto del mero saqueo —y “el crédito es cada vez más depredador”—, recomienda cancelar las deudas y nacionalizar la banca, pero no acabar con su capacidad de crear dinero de la nada, sino sólo concentrarla en un banco central nacional, que ya no creará burbujas como los perversos bancos privados.
Lo terrible para Hudson es que las trabajadoras tengan propiedad privada y sean dueñas de su dinero y su pensión; y lo mejor es acabar con la austeridad, “una táctica en la lucha de clases”, y multiplicar los gastos y los déficits públicos, que habrán de ser generosamente monetizados.
Como apuesta por nacionalizar la tierra, los recursos naturales, las infraestructuras, etc. —y sacrificar solo a la minoría acreedora y opulenta del 1 %, enfrentado al 99 % del pueblo oprimido— convendrá recordar no solo que elude los resultados del llamado “socialismo real”, montado sobre esas mismas ideas, sino que, de hecho, dice que lo malo del comunismo fue…la caída del Muro de Berlín.