Que la libertad y sus instituciones, en particular la propiedad privada y los contratos voluntarios, son clave de la riqueza es una idea presente en la ciencia económica desde Adam Smith. En esa tradición se inscribe este libro [Por qué fracasan los países]. Fuerte aroma smithiano desprenden, por ejemplo, su condena a los empresarios cercanos al poder político, como Carlos Slim, y su noción de que la prosperidad no depende de la geografía. Los autores, D.Acemoglu y J.A.Robinson, atacan el socialismo, al que llaman nuevo absolutismo del siglo XX y al que comparan justamente con la esclavitud: “en todos los casos, el comunismo conllevó dictaduras despiadadas y abusos generalizados de los derechos humanos”. Y no tienen piedad hacia la hipócrita “ayuda al desarrollo”, un oneroso fracaso de la corrección política, que ha nutrido a siniestros dictadores del Tercer Mundo y a numerosos burócratas y estrellas del firmamento progresista, que viajan por el mundo en jets privados, con mucho dinero ajeno, pocas ideas buenas, y poco respeto hacia los pobres por los que supuestamente se desviven.
Y sin embargo, los numerosos ejemplos históricos que desfilan ante el lector dejan un regusto equívoco: la insistencia en la importancia de las instituciones “inclusivas”, de respeto a la propiedad y la libertad, se va desdibujando y desemboca en una tesis bastante convencional: el Estado moderno, democrático y redistribuidor, es lo que conviene al crecimiento económico. Con un respingo, el lector recuerda que los autores identifican la solidez institucional con los “acuerdos sociales”, y con el cobro de impuestos, que el imperio español es acusado de la pobreza de América Latina y comparado con la actual Corea del Norte, que el poder político es “pluralista” en Somalia, cuyo problema no es el Estado que tiene sino que no tiene Estado. Parece que al Estado (y además, centralizado) se le adjudican por necesidad todos los méritos económicos, y ningún coste.
Es como si los autores cayeran en la ingenuidad de creer que las consecuencias negativas del Estado son evitables: digamos, la revolución francesa arrasó con la propiedad pero, por desgracia, asesinó a miles de trabajadores; o Franklin Roosevelt quebrantó la propiedad de los estadounidenses pero, por desgracia, también manipuló la Corte Suprema. Como si el intervencionismo no tuviera consecuencias empotradas que no se pueden obviar. Al final, el héroe es Lula da Silva y el villano es la Standard Oil. El gasto social es estupendo, no hay críticas al Estado de bienestar, y, por supuesto, “si se permite que los mercados actúen como quieran, existe la posibilidad de que dejen de ser inclusivos”. Los Estados modernos han llevado la presión fiscal al máximo de la historia, pero los autores no lo consideran una institución “extractiva”. La tesis que subrayan es: “sin un Estado centralizado que proporcione orden, imponga reglas y defienda derechos de propiedad, no pueden aparecer instituciones inclusivas”. Sospecho que la realidad es algo más complicada, que el Estado no debe ser cómodamente asimilado en exclusiva a la ley y al orden, sólo con efectos propicios para la economía, la política y la sociedad; y que un Estado muy costoso puede ser compatible con una acusada acumulación de riqueza, la misma riqueza contra cuya acumulación, en parte, conspira. Cabría contemplar, por fin, la osada conjetura de que no son los Estados los que enriquecen las economías, sino al revés.