Mariana Mazzucato, catedrática del University College de Londres, brinda argumentos a la corrección política (véase https://bit.ly/2NAPp0h). Era sencillo predecir hace unos años el impacto de su obra El Estado emprendedor (reseñado en estas páginas de El Cultural: https://bit.ly/2A6M2XH), y también lo es ahora augurarle una buena recepción a este nuevo libro: El valor de las cosas [Taurus].
La profesora Mazzucato insiste en su línea antiliberal, pero esta vez con rasgos más diáfanos de marxismo, al centrase en la extracción de valor a cargo del mercado libre. Llega a afirmar que el sector privado causó la última crisis económica, y que las empresas tramposas, que no pagan impuestos pero se benefician del Estado, controlan precios y salarios. No hay demasiados matices en este libro, y cualquier lector avisado dará un respingo al leer que los salarios caen, sin que la autora diga ni una palabra de las prestaciones no salariales y del abaratamiento de los bienes de consumo, en línea de lo que han alertado diversos economistas, como Marian Tupy. Pero es arduo seguir más allá cuando uno se topa con que “miles de millones de personas siguen viviendo en una pobreza extrema”, un dato obviamente falso, y soltado así, como suena, sin ninguna acotación sobre cómo cientos de millones de personas han dejado atrás esa pobreza en las últimas décadas, y no precisamente gracias al socialismo.
Si la catedrática flojea en la práctica, tampoco consuela en la teoría. Es superficial su revisión de la economía clásica, y flagrante su distorsión de la economía marginalista y neoclásica, a las que acusa sin fundamento de ser liberales y justificar el capitalismo.
En cambio, expone bien el pensamiento de Marx, y, por tanto, resulta confusa, y a veces estrambótica: “Marx introduce una idea nueva y poderosa que ha conformado el pensamiento desde entonces: la lucha de clases”. Cabe preguntarse qué entenderá la distinguida profesora por “pensamiento”.
Sea como fuere, está clara su obsesión contra el “ingreso no ganado”, y las rentas parasitarias. Se opone a la equiparación entre ingreso y productividad, y reivindica, como en el libro anterior, el carácter productivo del Estado.
En cambio, el empresario innovador es ignorado, porque “la innovación es colectiva”, y por eso su héroe es el Estado, que es el verdadero empresario, que invierte y arriesga. La solución a nuestros males pasa por más regulación, más impuestos y la “socialización de la inversión” para evitar el “capitalismo de casino”, como decía Keynes.
Denuncia seriamente que vivimos “una excesiva privatización”, cuando los Estados son los más grandes de la historia, o que los gobiernos “salvaron el capitalismo”, cuando subieron los impuestos a empresarios y trabajadores, sin darles la opción de no ser así “salvados”. Asegura que la culpa fundamental es de la deuda privada, sin apenas referencia a los bancos centrales y la deuda pública, y llega a proclamar que los malvados de la troika forzaron a los Estados a que “recortaran al máximo el gasto público”, lo que no sucedió en ninguna parte.
Tras todo este considerable lío, la profesora va y propone el socialismo. Pero ha caído el Muro, algunos camelos superan lo digerible, y por tanto no lo llama socialismo sino “sistema mutualista” y cosas por el estilo —digamos, más de Polanyi que de Lenin o Marx. Pero el objetivo está allí para cualquiera que sepa leer: subir impuestos y regulaciones, nacionalizar empresas y bancos, para que sirvan al “bien común”, y porque el Estado “crea valor, y esperanza”. Hay un ataque constante a las instituciones de la libertad, empezando por la propiedad privada y los contratos. Insiste esta pensadora en que la riqueza es colectiva, los beneficios de las empresas no son de los accionistas, y las preferencias individuales no revisten importancia, porque en verdad no hay personas sino “procesos sociales”. Lo privado es asociado a depredador, y debe ser contenido por la “democracia participativa”, porque los mercados son miopes y solo atienden al interés privado a corto plazo. Los políticos y los burócratas no son así, claro que no. Y con aún más Estado lograremos la “revolución verde” y “un futuro mejor para todos”.