La economía del absurdo

Si lo que ganan unos lo perdieran otros, la humanidad seguiría en la Edad de Piedra, como milenarias son las falacias de este libro [Josep Burgaya, La economía del absurdo], especialmente su aversión a las mercancías baratas que gustan a los ciudadanos corrientes.

Los millones que compran en Mercadona, Zara o Apple, son estúpidos y desconsiderados, porque fomentan la esclavitud en los países pobres, el paro en los ricos, y la degradación en todo el mundo. ¿Es que no hay nadie que se beneficie? Sí, responde el autor: los empresarios inescrupulosos. Por ejemplo, gana el malvado propietario de Mercadona, Juan Roig, “abierto partidario de contundentes reducciones de salarios”. Dirá usted: Mercadona tiene masas de clientes satisfechos y decenas de miles de empleados igualmente satisfechos con lo que cobran, porque en caso contrario ambos grupos, clientes y trabajadores, se irían a otra parte.

Pues no. Según el señor Burgaya estamos engañados y explotados, porque no se pueden tener a la vez productos baratos y mejores condiciones laborales. Toda la realidad refuta este disparate, pero nada amedrenta al autor, que proclama el “aumento de la pobreza y la desigualdad a escala mundial”, precisamente lo contrario de lo que ha sucedido. Se reiteran absurdos: “cuanto más aumenta la economía de la exportación, menos ganancias genera en los países productores”. Cada vez los Estados son más grandes, cada año los impuestos son más elevados, pero este libro, acertadamente titulado “La economía del absurdo”, afirma que hay un “predominio absoluto del mercado” y que el Estado ha sido reducido “a su mínima expresión”.

En ocasiones el propio autor brinda pistas para recelar de sus argumentos: si mueren trabajadores por el derrumbe de una fábrica de Bangladesh es por culpa del vesánico mercado, pero seguidamente se nos informa de que las condiciones de trabajo en el campo son peores, o de que las fábricas instalan pesados equipos generadores por la falta de energía, y no se pregunta por qué no hay suministro energético, como en el resto del mundo, como si eso fuera culpa del mercado. Pero el mercado siempre es malo. Así, si Zara no compra en Bangladesh, sigue siendo mala porque destruye el pequeño comercio. Incluso Amancio Ortega, un empresario como la copa de un pino, “no ha sido pionero en nada”.

Su fabulación llega al extremo de dedicarle un capítulo a la trickle down theory, que ningún economista ha defendido, o a arremeter contra “la noción neoliberal de que el paro es fruto de expectativas salariales excesivas”, lo que ningún liberal ha dicho, o a sostener que el FMI es liberal, cuando no hace más que propugnar lo que el autor defiende, a saber, que suban los impuestos.

Y así, un desvarío tras otro: “el problema fundamental que plantea Wal-Mart es la destrucción de actividad económica y el empobrecimiento que genera a su paso”, el comunismo era bueno porque limitaba el capitalismo, es necesario repartir el trabajo (“no habrá para todos”), o las medidas de apertura económica en Chile “mejoraron el PIB pero sumieron en la pobreza a buena parte de la población”. Dirá usted: al menos estará a favor de la socialdemocracia: pues no, porque no es lo suficientemente antiliberal: ”la izquierda occidental está bastante desaparecida”.

Y en este vendaval demagógico contra las empresas, las marcas, la publicidad, las escuelas de negocio, etc., sobresale la incapacidad de comprender la creación de riqueza y empleo, el desprecio a los ciudadanos e incluso a la lógica, porque se termina diciendo una cosa y la contraria: tenemos un problema de falta de demanda pero un exceso de consumismo…