Desde la más remota antigüedad, las especias han sido demandadas por los seres humanos. Y de eso va este libro [Las especias. Historia de una tentación], que no se centra en la economía, aunque dicha demanda dio lugar a un gran negocio, sino en las ideas que despertaron esos productos de la tierra: “por qué las especias eran tan atractivas, cómo surgió, evolucionó y desapareció ese atractivo”. Jack Turner repasa esa historia desde cuatro ángulos: la carrera por las especias, el paladar, el cuerpo y el espíritu.
Las especias de la India fueron buscadas afanosamente por los conquistadores en América, sin éxito. Había más allá del Atlántico riquezas minerales y vegetales, pero no esos sabrosos condimentos asiáticos. Si la antillana Granada es hoy un destacado productor de nuez moscada, y de hecho es conocida como la isla de las especias, no es porque estaban allí cuando llegaron los españoles sino porque fueron introducidas siglos después.
El valor de las especias es incuestionable: la azarosa y onerosa expedición de Magallanes cubrió sus costes, con un margen de beneficio, gracias al relativamente pequeño cargamento de clavo que trajo El Cano en la nao Victoria desde las Molucas.
Los políticos metieron sus narices en este asunto, como en todos, desde temprano. No lo iniciaron, desde luego, porque el comercio de Oriente con Occidente a cuenta de las especias tiene miles de años. La intromisión política dio lugar a los desastres habituales, desde las guerras y los saqueos hasta los monopolios con aval público, y el control de los mares que habían sido libres siempre.
Sabida y condenada es la maldita hambre del oro: auri sacra fames, que dijo Virgilio. Pero ¿por qué hambre de especias? Por muchos motivos, empezando por los religiosos: se pensó que brotaban en el jardín del Edén: “durante siglos las especias y el paraíso fueron inseparables, y se mantuvieron unidos en una relación cuya duración estaba garantizada por el hecho de que no podía desmentirse”.
Asimismo, llegaban a Europa a través de muchas manos e itinerarios misteriosos, lo que elevaba su precio, aunque, en este caso extraño, también su demanda: “A lo largo de casi toda su historia, las especias fueron un indicio inequívoco de gusto, distinción y riqueza”.
A la exuberancia romana con la comida, y las especias que la sazonaban, le sucedió la crítica, que atribuyó al lujo la decadencia imperial, un disparate que se asoció con otra venerable tontería mercantilista que aún perdura, la de la balanza comercial desfavorable: se reprochó a las especias que no fueran autóctonas sino importadas.
Con la caída de Roma se resintió el comercio de especias, pero después refloreció con los mercaderes musulmanes, que aprovecharon la extensión de su poder para hacer negocios con los cristianos, que siguieron demandando especias durante toda la Edad Media. Y después.
Las virtudes asignadas a las especias, que el profesor Turner detalla con fruición y destreza, eran múltiples, además de las obvias de aderezar y preservar la comida y la bebida. Se les atribuían cualidades dietéticas y medicinales. Eran utilizadas para embalsamar y enterrar a los muertos, para conservar los cadáveres y curar a los enfermos. Y para celebrar los nacimientos, como uno singular que tuvo lugar en Belén.
Cruzan este relato navegantes, por supuesto, pero también otros personajes, desde pontífices hasta mercaderes, desde científicos hasta jeques.
Aún hoy la palabra picante ostenta connotaciones sexuales. Igual sucedía hace siglos, cuando las especias tenían, se aseguraba en esos tiempos pre-Viagra, propiedades afrodisiacas.
Finalmente, la historia, como todas, termina, y lo hace, como todas, por razones variopintas, desde la extensión de los cultivos de plantas recónditas que antes sólo se encontraban en las Molucas, hasta tratamientos aparentemente más científicos para lograr el anhelado alargamiento del pene.
Dirá usted que me ha intoxicado este entretenido volumen, pero solo puedo terminar subrayando mi convencimiento de que la excelente traducción de Miguel Temprano García le añade un grato sabor.